Iglesia

EL CRISTAL CON QUE SE MIRA: A PROPÓSITO DE LA DECISIÓN DEL ARZOBISPO DE LIMA SOBRE LA PROCESIÓN DEL SEÑOR DE LOS MILAGROS

Por: Manuel Castañeda Jiménez 

Tan bien hecho es el dibujo que encabeza estas líneas que da la impresión de que se trata de un hoyo, cuando en realidad es una hoja plana de papel. Los sentidos, que procuran ser lo más objetivos posible, pueden ser engañados y, de hecho, los espejismos son un engaño que la propia naturaleza provoca.

¡Cuánto más puede ser entonces confundido el intelecto cuya subjetividad es tremendamente grande dada la fragilidad del razonamiento humano afectado tantas veces por los propios gustos, las tendencias y hasta por los vicios! Por ello, Dios en su sabiduría infinita instituyó la Iglesia que no solamente brinda a manos llenas, a los fieles herramientas para la salvación y la alegría eterna, sino que los guía, como antaño los profetas al pueblo de Israel, para que eviten desviarse del camino recto que conduce al Padre.

La Iglesia, fundada por Jesucristo, basa su continuidad en la tradición apostólica, mediante la cual, desde aquellos remotos 2,000 años casi, se suceden, de modo ininterrumpido, y en un pasar de posta ordenado, los obispos de las diferentes iglesias, unidos en comunión con el Papa, sucesor, de la misma manera, del apóstol Pedro, piedra sobre la cual Cristo la edificó. Y así, se encuentra formada la Iglesia Universal, Católica, Apostólica y Romana por esencia, a la cual, esperemos, se sigan uniendo las diferentes confesiones cristianas como ha venido sucediendo con muchos de ellos que pertenecían a la confesión anglicana y que hoy, gracias a una instrucción especial del santo padre Benedicto XVI, gozan de un estatus y reconocimiento especial que facilita su unión. También sucedió ello, mucho tiempo atrás con las iglesias ucraniana y armenia, que acabaron unidas al Pontífice de Roma y que debe haber producido una fiesta en el Cielo.

Pero, como la estructura eclesiástica está conformada por hombres, no falta que uno u otro cometan torpezas o yerren feo. La buena fe ha conseguido muchísimas veces que rectifiquen algunos el camino. Otras veces, por desgracia, obispos –y no ha faltado Papa–, han sido contumaces en sus errores. Y en ello hay que distinguir: unos son los errores doctrinarios, que finalmente pueden acarrear desde una severa llamada de atención hasta la excomunión, conforme a las normas del derecho canónico; y otros son los errores de prudencia o de administración en que puede incurrir un dignatario eclesiástico, sea párroco, obispo o Papa. Entonces ¿puede el cristiano disentir de lo que considere errores de administración? Por supuesto, pues ellos no comprometen la pureza doctrinaria. Muchas veces, por cierto, todo depende del cristal con que se mira. Pero, ojo, la naturaleza de la Iglesia es jerárquica, y las decisiones que los dignatarios adopten en el marco de sus facultades, son legítimas y deben acatarse. No se trata de “la ley se acata pero no se cumple” cuando una ley no gusta. Se trata de que, aunque se discrepe de una decisión, solo se la puede impugnar por las vías que impone la decencia y el respeto a la jerarquía –además, claro está, dentro de los límites que señale el derecho canónico: por ejemplo, no cabe insultar al dignatario.

El motivo de estas reflexiones obedece a que el estado de confusión y de perturbación de los ánimos es tal actualmente, que he llegado a leer y escuchar opiniones de buenos católicos, que pugnan legítimamente (y yo agregaría que necesariamente), por la preservación de la Iglesia de siempre buscando extirpar el cáncer “progresista”, pero que a raíz de la decisión del arzobispo de Lima de disponer que la procesión del Señor de los Milagros no ingrese a la Plaza de Armas sino vaya por otra ruta, han llegado inclusive a llamar a la desobediencia y a querer convocar a católicos para que, a la fuerza, ingresen a la plaza y lleven el anda hasta la catedral. Eso, es inadmisible y el solo plantearlo puede causar desazón a la autoridad eclesiástica y a los miembros de la hermandad. Es entendible que hayan surgido tales rebeliones contra el arzobispo. Monseñor Castillo se ha expresado y obrado de manera totalmente inconveniente en diversas oportunidades. Pero rebelarse contra una orden dada dentro del ámbito de sus facultades, es desestabilizar la Iglesia y un atentado contra el orden jerárquico que le es propio por naturaleza. Una rebeldía como esa solamente desmerece la causa por la que tales valerosos católicos pelean, que es la defensa de la Iglesia tradicional, por ser la tradición, constitucional en ella según lo admite el propio Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia.

No puedo conocer el fuero interno del arzobispo. Desconozco –y haría bien Monseñor Castillo en explicar las razones de su decisión– si tal disposición tiene por motivo preservar a la procesión y a los fieles del posible –y muy posible– tumulto que se podría producir sea que el otro Castillo, su vecino residente en Palacio de Gobierno, se aparezca para honrar al Señor, o porque no se aparezca. A nadie escapa –tampoco, obviamente al arzobispo–, que el rechazo de la población al inquilino de Palacio es enorme. Cada vez que sale últimamente, una lluvia de huevos le es lanzada. ¿Va a quedar expuesta la sagrada anda a que le lancen al balcón de Palacio algún huevo, o se produzca una rechifla adornada con epítetos, sea que salga o no salga ese indeseado señor? De ninguna manera. Así nadie lanzara huevos ese día, es perfectamente previsible que existe un riesgo grande de transformar la procesión en una manifestación política. Y, amigos católicos que leen estas líneas, no hay que olvidar que hasta ese señor está llamado a ir al cielo; y como católicos que nos preciamos de serlo, debemos desear que rectifique sus caminos tan plagados de deshonestidad, corrupción y torpeza; y obrar en consecuencia, denunciando, esclareciendo y combatiendo dentro de la legalidad y de forma pacífica. Y rezando.

Está claro, y el arzobispo tiene que ser consciente de ello, que sus propias acciones le han restado autoridad moral para encauzar los ánimos y pacificarlos. Monseñor Castillo no podría, desde el balcón del Palacio arzobispal, invocar a los asistentes a guardar la calma y permanecer en silencio cuando el anda santa pasase frente al Palacio de Gobierno. Y el otro Castillo, el que ocupa la Casa de Pizarro, menos aún tiene autoridad moral para presentarse ese día, que ya tiene la experiencia del año pasado, que tuvo que correr rodeado de su seguridad, ante la carga de insultos que le propinaron al salir de las Nazarenas.

Personalmente, pienso que la decisión, haya sido motivada o no por las razones dichas, es la que manda la prudencia. No puedo saber si detrás de ello hay un malsano sentimiento del arzobispo de restar impacto a la procesión. Lo público hasta el momento, es que el arzobispo ha expresado alegría porque después de dos años pueda salir el Patrono de Lima a recorrer nuevamente las calles de la ciudad, que es “la niña de los ojos de Dios”, al decir del Padre Urraca.

En estas páginas que tan gentilmente se nos brinda, nos hemos manifestado desagradados con el arzobispo de Lima en más de una oportunidad. Hasta hubiéramos deseado que, cuando viajó a Roma, se quedase no más por allá. Pero, aun así, y rechazando sus acciones inconvenientes y sus expresiones que consideramos infectadas de progresismo y de la malhadada teología de la liberación, rechazamos igualmente una rebelión contra una decisión jerárquica. El arzobispo de Lima nos ha colocado más de una vez al borde de la resistencia a su autoridad. No lo escogería como mi guía espiritual. Pero, aun así, aprecio en él la sucesión apostólica y deseo que tanto él como nuestros demás obispos del Perú, sean santos.

1 comentario

  1. Dado lo que expone, dando argumentos que nadie en ese arzobispado va a asumir, pues según las varias caviaradas estamos en el mejor de los mundos, pero que la prudencia obliga a considerar, debo adherir a tal muestra de sensatez.

Dejar una respuesta