Por: Andrés Valle Mansilla
Alberto Fujimori falleció el 11 de setiembre de 2024 a los 86 años (igual que el genocida Abimael Guzmán hace tres años) y nos deja como legado un país mejor del que encontró al comenzar su primer gobierno. El cáncer que padecía hizo estragos en su ya deteriorada salud y generó escepticismo en muchos sobre su postulación a la Presidencia de la República cuando se unió al partido Fuerza Popular, fundado por su hija Keiko Sofía.
Con su muerte se termina toda una era en la política peruana y nos deja el último presidente del siglo XX. Sin duda, es una figura que provoca pasiones encontradas, amores y odios, defensas y reproches. Pero su lugar en la historia del Perú ya ocupa un lugar destacado debido a su liderazgo indiscutible para sacar a un país que estaba al borde de una guerra civil, una economía destruida (sólo superada por la Venezuela chavista), una moneda sin valor, una población desempleada o migrante y muchos burócratas dispersos en un Estado gigantesco, ineficiente y corrupto creado por la dictadura de Juan Velasco Alvarado.
Muchos se preguntarán el por qué del odio a este trascendental personaje de nuestra reciente historia republicana, si la cantidad de muertos en la lucha contra el terrorismo comunista es mayor durante los gobiernos de los años 80 (según el informe final de la Comisión de la Verdad), si la corrupción (que existía en todos los gobiernos anteriores y posteriores) fue descomunal por el caso Lava Jato (que sigue impune) y además, la burocracia estatal generaba sobrecostos innecesarios a la ciudadanía y las numerosas empresas públicas eran antros de zánganos amigos de los políticos de turno.
La respuesta a esa pregunta es simple: Fujimori puso fin a la mamadera estatal que la izquierda disfrutaba amparada por la Constitución de 1979, de corte socialista y estatista, haciendo imposible reformar el Estado. Además de dicho sector político, también por la derecha mercantilista que vivía de proveerle productos e insumos al gigantesco Estado empresario. Esos dos sectores no le perdonan haberse quedado sin privilegios, y sin dejar de mencionar a la izquierda intelectual y académica, cómplice del crecimiento del radicalismo marxista en las universidades, especialmente en la sierra central desde finales de los años 60.
Los escándalos de corrupción que salieron a la luz desde el año 2000 provocaron un comprensible rechazo de la población y la exigencia de castigo para sus responsables. En el caso de Fujimori, se le condenó por ser “autor mediato”, y sin pruebas, del asesinato de personas sosprechosas de terrorismo en Barrios Altos y La Cantuta, pero con los años se descubrieron evidencias que ponían en duda su responsabilidad en dichos casos. Pero ya no importaba. La izquierda marxista obtuvo su venganza, sobre todo con sus aliados burgueses limeños (los famosos caviares). Estos últimos, desde el Poder Judicial, la Fiscalía, ONGs y organismos supranacionales, ayudaron a numerosos subversivos presos a obtener reducción de penas, indemnizaciones y liberaciones, sin pedir perdón jamás a sus víctimas.
Mención aparte merece el intento de este sector social limeño de reescribir la historia reciente, satanizando todo lo que se hizo durante la década de los 90 y llamando “luchadores sociales” a los terroristas, para tratar de lavar el cerebro a las nuevas generaciones, y haciendo creer que el Perú anterior a 1990 era una Disneylandia. El más elocuente ejemplo de ello fue llamar “conflicto armado interno” al fenómeno terrorista, equiparando en su cruel accionar a nuestras Fuerzas Armadas, sobre todo cuando se procesó penalmente a los comandos de la operación Chavín de Huántar, quedando ilustrada dicha persecución con el título “Rehén por siempre” del almirante Luis Giampietri.
Ahora que Fujimori falleció en libertad y acompañado por su familia, sus enemigos políticos de ayer y hoy manifiestan su odio en publicaciones nauseabundas en la prensa y en las redes sociales, lo cual evidencia su mala entraña e ingratitud hacia un hombre, que con aciertos y fallas, cambió el curso de la historia peruana y transformó para mejor un país que no tenía esperanzas de futuro en 1990. Quien escribe esto da fe de ello por experiencia propia. Encima le niegan los méritos de sus decisiones, atribuyéndolas exclusivamente al GEIN, a los ministros de su gobierno, y en el colmo de la deshonestidad, a ciertos funcionarios del primer gobierno aprista. Sin duda, la mezquindad es asombrosa a la hora de afirmar orondamente hechos falaces.
Todos los líderes y reformadores se ganan enemigos en cualquier parte del mundo (Thatcher, Churchill, Gorbachov y De Gaulle son algunos ejemplos de ello). Los frutos de sus reformas sólo se ven a lo largo del tiempo. Fujimori no escapa a ello, y como prueba, la Constitución de 1993 ayudó a Perú a tener una de las economías más estables de la región. El ver a multitudes despidiendo a un líder de esas características en la sede del Ministerio de Cultura, es una muestra rotunda de que un pueblo sabe ser agradecido. A su vez, los honores de Estado posteriormente recibidos en Palacio de Gobierno son una muestra de respeto y honorabilidad, pese a quien le pese.
Quienes vivimos en el Perú de los años ochenta, noventa y dos mil, no nos tragaremos jamás la leyenda negra antifujimorista creada por el zurderío parasitario, sino que buscaremos la verdad histórica sin sesgos y sin apasionamientos. Mientras tanto, desde este artículo, le doy las gracias al ingeniero Alberto Fujimori, pues debido a su exitosa gestión pude vivir, estudiar, trabajar y prosperar en mi país, al igual que muchos de mis contemporáneos. Le extiendo mi más sentido pésame a su familia y que descanse en la paz de Dios.