Vida y familia

LIBERTAD RELIGIOSA

Por: Gabriela Pacheco

 

“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo:

¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria”

Salmo 8

La sociedad actual se ha vuelto bastante escéptica con nociones que en el pasado fueron cruciales para la existencia del hombre.  Durante milenios y desde el principio de la existencia humana, la creencia en un ser superior o de fuerzas superiores al hombre marcaron fundamentalmente su forma de convivir y su trato con la naturaleza.

El sociólogo Anthony Guidens advirtió que la pérdida de las tradiciones de las sociedades producía un aumento de patrones de conducta que no surgían ya de imposiciones culturales sino de claudicaciones personales: a menos fe y tradiciones, más adicciones y obsesiones.

En la misma línea podríamos asegurar que la falta o desidia en la religiosidad ocasiona un aumento de desesperación, desolación y depresión entre los individuos pues carecen de toda esperanza sobrenatural que les daría sosiego y paz interior.

Pareciera que este es el precio que las sociedades modernas están dispuestas a pagar por una mal entendida libertad y por la supremacía de la racionalidad. Al abandonar sus creencias y tradiciones religiosas, ya no se tiene a dónde ir ni dónde refugiarse de las vicisitudes cotidianas.

Las costumbres religiosas y tradiciones van más allá del culto, porque es más que la libertad de adoración, es actuar en consecuencia. Como bien señala, Fernando Fernández de Vida Viva, “seguir practicándolas (tradiciones religiosas) no nos convierte en paganos, dejar de hacerlas nos acerca a ellos”. Lejos de escapar de nuevas costumbres que automatizan y despersonalizan, como el uso de las redes sociales para estrechar vínculos, se aferran a fanatismos de moda, supersticiones y manías colectivas.

Las pasiones desbordadas, las rebeldías de la razón, la soberbia del corazón o los excesos de los sentidos por querer gozar de una felicidad que no es real, pueden conducir muchas veces a la incredulidad, más aún a peores vicios como el olvido y la negación de la fe.

Entonces, ¿quién o qué nos devolverá la esperanza? ¿quién nos dará la confiada certeza que todo va a ir mejor? Porque a pesar de las apariencias “la sed de infinito, eternidad y trascendencia que anida en el corazón humano no se apaga nunca; una y otra vez los sucedáneos que intentan suplirla –poder, dinero, placer- se muestran insuficientes” (1).

Las convicciones de la fe nos dan la seguridad, la tranquilidad y el reposo que las sociedades contemporáneas buscan. La religión tiene la misión de dar una respuesta a los grandes interrogantes de la existencia. Si la religión es la forma en la que la persona encuentra el equilibrio entre su mundo interior y el exterior, la libertad religiosa es el derecho a preservar ese hilo invisible que une el alma con la realidad.

La libertad religiosa es la voluntad de comprometer todo el “yo” en la búsqueda de la verdad última porque esa es una de las características fundamentales de la existencia humana; por consiguiente, la libertad religiosa es la habilidad para ordenar los dilemas íntimos a su fin último. Ratzinger la define como “la libertad de alinear la propia vida con la verdad de un orden invisible”.

Tanto la libertad religiosa como la política radica en el principio de la igualdad y el respeto a las ideas para definir la justicia y concretar el bien común.

Aunque haya errores, el Estado debe garantizar a los ciudadanos no sólo una plena libertad religiosa sino la entera libertad de equivocarse en la formación de su propia conciencia sin intervenciones ni perjuicios. No se trata de imponer una forma de creer sino de aceptar la voluntad personal de buscar intelectual y espiritualmente el principio superior y de comprometerse con la propia conciencia.

La libertad religiosa constituye una reivindicación de los derechos humanos fundamentales. Cuando hablamos de libertad solemos mirar hacia fuera, a realidades externas que puedan limitarnos. Hacemos bien defendiéndolas porque nuestra dignidad las merece y necesita. Sin embargo, hay que caer en cuenta de que el ámbito en el que más dignidad perdemos es en el interior de nosotros mismos.

Contrariamente a lo que se piensa, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado ni a la sociedad una verdad revelada como tampoco un derecho o ley derivada de la fe. Solo hace un llamado a la ética, la justicia y al orden.

Hoy se ataca la libertad religiosa en temas relacionados con la vida, el matrimonio y la educación de los niños constituyendo una amenaza real a la ley y a la cultura. Cuando los políticos salen en defensa del niño concebido o en la defensa de la familia, se les acusa de actuar siguiendo sus convicciones y principios como si la moral fuese un traje que se puede usar o no según la ocasión.

Si se defiende el matrimonio entre un hombre y una mujer se corre el riesgo de ser catalogado de fundamentalista o fanático, porque negar a Dios se ha puesto de moda. El ser creyente está asociado a una carga semántica muy negativa, casi peyorativa. No podemos aceptar a políticos que, en lugar de velar por la vida y la familia de acuerdo a nuestra constitución, en aras de una abierta laicidad, intenten romper el orden constitucional para satisfacer demandas particulares.

La conducta personal y las obligaciones dependen del sistema de verdades y valores que cada uno posee para orientar sus manifestaciones culturales y políticas. En realidad, toda gestión pública se reduce a un tema de fe. Porque no solo da las respuestas a las preguntas más importantes de la vida, sino que dota sentido al obrar personal.

 

(1) ARROYO, Mario, LOS MILLENNIALS Y LA FE, La Abeja, septiembre 2, 2019

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