
Por, Jeffrey M. Kihien-Palza
Bastó con que Trump hiciera realidad una vez más una de sus promesas de campaña, cumpliendo con su base de votantes, para que la prensa, los políticos globalistas y los super ricos lo atacaran furiosamente, lo mismo que a sus seguidores, quienes simplemente observan con satisfacción cómo el plan político de gobierno comienza a materializarse. Ya se ha cerrado la frontera, cortando el negocio de los cárteles mexicanos y de más de una ONG internacional dedicada al tráfico humano e inmigración ilegal. También se ha reducido el comercio de la letal droga fentanilo, responsable de al menos 300,000 muertes en los Estados Unidos, y devastado familias y comunidades enteras. El fentanilo y sus componentes, vienen de China que también exporta drogas a todo el mundo. Además, la campaña para capturar y deportar a criminales que ingresaron ilegalmente al país está en marcha, con algunos contratiempos ocasionados por jueces elegidos por el Partido Demócrata.
La globalización del comercio, desarrollada bajo los conceptos del liberalismo económico, no ha sido un buen negocio para los Estados Unidos en ningún aspecto. Mi primera sospecha surgió el año 2000, al hablar con un trabajador veterano de la empresa de televisores Zenith, empleado allí durante 20 años, hasta que su empleador, incentivado por tarifas de importación del 0 % hacia los Estados Unidos, decidió cerrar sus puertas y mudarse a México, dejando sin empleo a miles de personas. México ofrecía costos de producción mucho más bajos, aumentando así las ganancias de los accionistas. El gobierno de Bill Clinton (1993-2001) fue el más entusiasta promotor de esta tendencia económica, que se presentaba como un modelo de eficiencia: un país se especializaba en producir un tipo de bien para intercambiarlo con otro país eficiente en la producción de otro bien que el primero no fabricaba. Ese es el concepto de la teoría de libre comercio global.
Un concepto interesante, también promovido por economistas liberales como Milton Friedman, quien afirmaba: “La única responsabilidad social de una empresa es utilizar sus recursos y participar en actividades diseñadas para aumentar sus ganancias, siempre y cuando se mantenga dentro de las reglas del juego, es decir, participar en una competencia abierta y libre, sin fraude ni engaño.” Comparto esta visión de Friedman, pero considero es incompleta, mal estudiada y peor desarrollada. Este modelo solo funciona dentro y entre naciones cultural y políticamente homogéneas, con instituciones sólidas y fundamentos cristianos de misericordia. No se pueden aplicar las reglas de Estados Unidos o de Occidente a países de Asia, por ejemplo, donde los marcos doctrinales y políticos son completamente distintos. Allí, no han desarrollado el derecho natural y la teología moral, la esclavitud esta a la vuelta de la esquina, incluyendo la sexual. Los trabajadores en China, el mayor exportador del mundo, no tienen derechos, no tienen la misma protección que un trabajador en los Estados Unidos, siendo muy fácil que sean explotados con la anuencia del estado. Asimismo, la propiedad privada en China esta prohibida, no existe, y el control del individuo es corporal y constante con el sistema de puntaje social. La teoría de Friedman, aplicada en China, podría resultar fatal para muchas personas.
La historia misma nos lo enseña: el Imperio Español no comerciaba con los imperios inglés, francés u holandés por ser estos esclavistas y mercantilistas, cuyas prácticas comerciales e industriales eran inmorales. Para abrir mercados, aquellos imperios recurrieron a la fuerza de la pólvora. Financiaron las secesiones hispanoamericanas, destruyendo el comercio uniforme y la industria local. Hicieron lo mismo en China en la primera mitad del siglo XIX, obligándola a comprar opio a punta de cañonazos.
Así fue como la industria manufacturera de los Estados Unidos desapareció, mes a mes, en beneficio exclusivo de una super élite globalista. Esta comenzó a promover y financiar el concepto de una sociedad apátrida, con un gobierno global gestionado por una super ONG, sin familia, sin natalidad, y con la destrucción tanto del hombre como de Dios. Es la ideología del “wokismo”, que ha superado al posmodernismo para agrupar todas las corrientes que niegan a Dios. El “wokismo” es, fundamentalmente, un error teológico, lo mires por donde lo mires.
Los graves efectos de la globalización en los Estados Unidos se pueden resumir de manera muy simple: el 93 % de las acciones que se compran y venden en la bolsa estadounidense pertenece al 10 % de la población del país. El 90% de la población restante solo posee el 7 % de acciones. Esta disparidad se aceleró con la pandemia en donde solo se les permitió trabajar a las corporaciones que cotizan en bolsa. A la pequeña y mediana empresa, sostén de la clase media, se le obligó a quebrar, mientras que a los trabajadores se les dio una propina en forma de bonos. Esta es, hoy en día, la realidad de los Estados Unidos; la consecuencia directa de la globalización. Más sorprendente aún es que la llamada izquierda estadounidense, representada por el Partido Demócrata, defienda este statu quo globalista financiado por las super élites, no defiende al trabajador.
Visitar los cientos de pueblos rurales en los Estados Unidos causa una profunda tristeza, se observa abandono, casas derruidas, devoradas por la vegetación, sin habitantes, con severos problemas de drogadicción. Estos pueblos, que antaño tenían industria propia, murieron a causa de la globalización. Las fábricas se fueron, y con ellas, la vida del pueblo. La juventud tuvo que emigrar en busca de empleo. Luego, para asegurar que la industria no regresara, se impulsó el ambientalismo y su legislación restrictiva. Cientos de pueblos más murieron con el cierre de minas de carbón y centrales térmicas, lo cual también elevó los precios de la energía, reduciendo aún más la competitividad. El ambientalismo prohíbe la energía nuclear y la producción de combustibles fósiles, y dificulta enormemente la instalación de hidroeléctricas. Desde cualquier ángulo que se lo analice, parece un plan malévolo para destruir a los Estados Unidos, es una auténtica maquinaria de empobrecimiento ciudadano. Hay que entender también, que el ambientalismo es una herramienta del globalismo, utilizada para controlar la producción.
Por todo esto, el trabajador apoya a Trump. Porque es el trabajador quien sufre, quien ha vivido la experiencia, quien entiende de primera mano el problema. Y en el otro lado están los intelectuales, los citadinos, los que tienen un título universitario y creen que un hombre puede convertirse en mujer con solo desearlo. Estos desprecian al obrero que apoya a Trump, tratándolo con el clasismo dialéctico marxista —el de Hegel, Kant y Marx— como si fuera inferior.
Esta es la última oportunidad del titán Estados Unidos de rescatar su país, basado en el capitalismo cristiano, en donde más vale el hombre que más hace. Renacer su industria manufacturera y minera es esencial, para luego, escapar de la dialéctica ideológica y regresar a su raíz cristiana. El ciudadano de los Estados Unidos reclama una América Cristiana y esta decidido a lograrlo.