Vida y familia

INTUICIÓN Y ESPONTANEIDAD: UNA DEFENSA DE LA NIÑEZ

Por: Itxu Díaz

La mayoría de las locuras que nos propone la izquierda de este siglo (antes proletaria, ahora identitaria) podría desarmarlas un niño en un poner y quitar de chupete. Si a veces perdemos la espontaneidad, o la capacidad de discernir entre el bien y el mal, es solo porque, cuando crecemos, olvidamos que seguimos siendo el niño que un día fuimos.

De acuerdo. Admito que en mi caso no hay ni rastro de aquellos rizos gruesos, tiendo a engordar a ratos de un modo tan salvaje que parece que estoy embarazado de mí mismo, y asoman en mi rostro traicioneras arrugas ayunas de toda sensualidad. Pero sé que detrás del Sinvergüenza de Billy Joel que soy frente al espejo, aún contempla la vida el niño que era, y casi siempre aparece solo cuando me siento a escribir. La niñez es nuestra mejor defensa contra la intoxicación ideológica de la progresía.

Entre los vapores de los canales venecianos, Rilke dejó escrito que “la única patria que tiene el hombre es su infancia”. En cierto modo, regresar a ella es nuestra forma de recuperar la identidad perdida. En la infancia aún late nuestro primer encuentro con la ley natural. Las primeras líneas rojas forjadas en la conciencia. Por eso he escrito que muchas de las tonterías que hacen hoy correr ríos de tinta se desvanecerían en pocos segundos si fueran juzgadas por un niño. Si quieres comprobarlo, sitúa a uno de ellos frente al aborto, o cuéntale que hay niños que al nacer son niñas y niñas que al nacer son niños, o intenta explicarle que en Holanda a los abuelitos los ayudan a morir, y te sorprenderá cómo reacciona su aplastante sentido común para destruir esos cimientos de humo de la dictadura del pensamiento único contemporáneo.

EN BUSCA DE NIÑOS ADULTOS

Tal vez por eso la izquierda detesta que los niños sean niños. Sin duda, son mucho más llevaderos los perros. Eso explica también por qué el primer día de su administración, Joe Biden –el amigo de los niños (sic)- firmó una orden ejecutiva que obliga a las escuelas públicas a adoctrinar a los escolares en cuanto a orientación sexual e identidad de género. Quieren promover el transexualismo infantil porque eso conecta a los menores con las mentiras de los mayores. Están deseando que los niños se vuelvan rápidamente adultos. Es decir, están deseando que los niños se vuelvan tan idiotas, agrios, cínicos y relativistas como cualquier persona mayor. La brillante escritora italiana, Susanna Tamaro, lleva años advirtiendo de este peligro: “A los niños siempre les digo que tienen que tener un sueño y luchar por ese sueño”, decía hace un tiempo, “eso es fundamental porque el mundo de hoy en día es tremendamente cínico y tenemos niños que se convierten en pequeños cínicos, y eso es horrible”. No hay nada más deprimente que un enano atrapado en la infelicidad de contemplar la vida con el cinismo y la amargura de su padre, mordido de insatisfacciones y fracasos.

Un informe reciente de Alliance Defending Freedom (ADF) advierte que la administración Biden quiere ir más allá en su campaña anti-educativa, torpedeando también las universidades privadas cristianas, porque el control total de la educación, de la guardería hasta la universidad, es el único modo de perpetuar ideas que no se sostienen por sí solas. Ni al niño, ni tampoco al adolescente, la izquierda es capaz de darle argumentos que desarmen su sentido común. Por eso se limita a sumergirlos en un océano de propaganda. La citada propaganda infantil transexual es buen ejemplo. “Es malo alentar una mentira”, explicó la Dra. Michelle Cretella en NCR en 2017, “sabemos que nadie nace transexual. Sabemos que es un mito. Tristemente está siendo promovido por un montón de profesionales médicos, los medios de comunicación y educadores. Pero no es cierto. Si reforzamos esta mentira, en realidad estamos animando al niño a desarrollar una falsa creencia inamovible”. Ni en nombre de la libertad, ni en nombre de la justicia: es un crimen ampararse en una falacia.

ESPONTANEIDAD Y MARAVILLA

Por otra parte, y gracias a Dios, los niños tienen la virtud de la espontaneidad: cuando no entienden algo, se ríen si les parece increíble; cuando algo no les gusta, tienen bastante soltura para decir “qué asco”; y cuando algo les parece despreciable, preguntan: “¿pero por qué lo hacen? ¿Son tontos?”. El adulto prudente no afirma ni desmiente en la respuesta.

Infinidad de autores se han ocupado del asunto de la infancia, pero nadie se lo tomó tan en serio como G. K. Chesterton, quizá porque él logró un milagro: ser niño todos los días de su vida. Nunca dejó de mirar al mundo con los ojos de un recién nacido: “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es una maravilla”. Una flor, mamá, una fábrica, el tapón de una botella, un profesor, la lluvia.

LA PRISA DE LA PATERNIDAD CONTEMPORÁNEA

El universo del niño es eso, al final: magia, sueños, diversión, sensaciones, ilusiones… aprendizaje. Uno de los grandes males de la paternidad contemporánea es la ausencia de empatía con la realidad del mundo de sus hijos. El adulto inmaduro acostumbra a exigir al crío una edad mayor de la que tiene. Por eso, esa obsesión por acelerar todos sus procesos, por quemar rápido todas las etapas del niño. Esos padres siempre van tres años por delante de la edad real de su hijo; siempre le regalan algo más grande, más caro, o más elaborado de lo que puede asumir. Generan una suerte de ansiedad por hacerle crecer. Así hemos llegado a convertir en bodas la Primera Comunión, y me pregunto si esta obsesión por anticiparlo todo no terminará en la celebración de funerales el día del matrimonio –algo que, no obstante, en más de un caso, sería justicia poética-: “yo os declaro marido y mujer. Descansen en paz”.

Y, sin embargo, el presente es el momento más maravilloso de un niño, a cualquier edad. Hace unas semanas, un niño de cuatro años me dio la mejor lección de teología que he recibido en mí vida. En la iglesia, durante la misa dominical, trataba de explicarle que Jesús es un amigo que está siempre escondido en el sagrario. De pronto, el sacerdote abrió el sagrario y sacó el copón para dar la comunión, y el niño gritó, muy excitado, rompiendo el silencio del templo, al ver la puertecita abierta: “Pero, ¿qué hace? ¡Que se va a escapar Jesús!”.

No he visto encíclica más preclara y concisa que la espontánea fe de este crío que, naturalmente, provocó una antológica carcajada del Pueblo de Dios. Con buen criterio dejó dicho Dostoievski: “El alma se cura al estar con niños”. En su presencia, presentimos el espejo sin mancha que un día portamos en el alma y en el corazón, aún virgen de tormentos, traiciones y maldades. Lo cantó Enrique Urquijo en Volver a ser un niño:

“Con la inocencia más graciosa / que cambia el nombre de las cosas / con ese brillo que te quita el frío / cuando las noches son lluviosas”.

PREJUICIOS

A menudo se ha escrito que los niños carecen de prejuicios, dando a entender que eso los hace mejores. Empecemos por admitir que el prejuicio nos salva la vida. La injusta fama del prejuicio no es más que un prejuicio. De todos modos, por supuesto que los niños los tienen. De hecho, el niño tiene una capacidad casi sobrenatural para detectar a un idiota o a un malvado. Sostengo que es la pureza del alma del niño la que le permite olfatear a distancia, la codicia, la mentira, y toda clase de la maldad. Lo que tal vez no tiene el niño son prejuicios estúpidos, de esos que los mayores acumulamos como si fueran oro.

Si alguna vez haces el ejercicio de sentarte con niños a ver una película policiaca te sorprenderá que, sin entender la trama, sean capaces de señalar de inmediato al malo de la historia. Y lo que es más asombroso: nunca fallan. Hay en el niño un brillo de virtud primigenia, tal vez una huella de lo que somos en el instante de llegar a la tierra, limpísimos aún de la basura que nuestra conciencia irá arrastrando por los caminos de la vida. Hay un largo camino desde aquel niño adorable que, con el paso de los años, se convierte en algo monstruoso; la excepción que confirma la regla es el adulto que logra, como Chesterton, desandar el camino hacia la soberbia.

Y si hemos hablado de su capacidad de asombro, de su franqueza, de su sinceridad, de su simplicidad, y de su intuición, no es posible dejar de mencionar la infinitud de sus sueños. La capacidad de soñar es una de las primeras cosas que vamos perdiendo con los años. Y es quizá, la pérdida más dolorosa. Quien no es capaz de soñar, está condenado a la desilusión. Yo sobreviví a mis profesores de matemáticas gracias a los sueños: me pasé toda la infancia soñando que un día me desharía de ellos. Es un hecho científico que mis sueños se hicieron realidad.

DEFENDER LA NIÑEZ

Hay, reitero, un modo inmediato de estropear todas estas virtudes de la infancia. Y es empeñándose en que el niño sea mayor antes de tiempo. Sentándolo frente al televisor para que admire un mundo de maldad y perversión que aún no puede entender; envenenándolo con la cicuta de la competencia a cualquier precio –“la vida es una competición, destroza a tus enemigos”-; bombardeando las instituciones que dan seguridad al niño, en especial la familia y la escuela. No es de extrañar que, desde hace décadas, la familia y la escuela hayan sido el principal enemigo a batir para buena parte de la izquierda.

En la defensa de las familias y las escuelas se encuentra el secreto de legar libertad a las generaciones venideras. Y también una ocasión para contemplar la vida con la sencillez de los ojos de un niño: ¿acaso hay algo más importante para él que su familia y su escuela? Ahí empieza y ahí termina su maravilloso mundo, enorme y minúsculo.

Dicen que cuando un autor empieza a reivindicar la niñez es que se ha hecho mayor. Pero es que la gente dice muchas tonterías. Personalmente, si he de admitir que he crecido más de la cuenta, es solo para confirmar que porto con orgullo la tara de ser un niño grande, pero niño al fin. No creo que encuentres mejor versión de mí que a los 7 años, cuando, por cierto, escribí mis primeros cuentos (mi padre conserva alguno bajo llave, para evitar que puedan arruinar mi carrera en la jungla de las letras). Supongo, al fin, que la vida, como nos dijo Camus, no es más que “un largo rodeo para volver a las tres o cuatro verdades sencillas a las que nuestro corazón se abrió en la infancia”. Nadie tiene derecho a minarnos ese saludable camino de vuelta a la niñez.

 

© Centinela

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