La columna del Director

INDIFERENCIA OCCIDENTAL CON LA MASACRE DE CRISTIANOS EN SIRIA

Por: Luciano Revoredo

Hace más de un año, un ataque artero y devastador en Israel dejó un saldo de aproximadamente 1,200 judíos asesinados por extremistas islamistas de Hamas, desencadenando una justificada e inmediata respuesta global.
Desde iglesias en Estados Unidos hasta congregaciones en América Latina, líderes religiosos se volcaron en gestos de apoyo: organizaron jornadas de oración, promovieron colectas y alzaron sus voces para exigir justicia. En el ámbito político, las declaraciones de respaldo no tardaron en llegar, acompañadas de una cobertura mediática que mantuvo el tema en el centro de la atención mundial. Esta historia ha tenido recientemente un epílogo trágico que una vez más mostró sin maquillaje el horror del fanatismo criminal de los terroristas de Hamas.
En contraste, lo que sucede hoy en Siria apenas logra traspasar el umbral del interés colectivo. En la última semana, al menos 1,000 cristianos han perdido la vida a manos de grupos islamistas, y los datos sugieren que miles más han sido masacrados en los últimos cuatro meses, con innumerables familias destrozadas por una brutalidad homicida. Sin embargo, este drama se desarrolla en un silencio casi absoluto. No hay símbolos de apoyo en las redes sociales, ni pronunciamientos enérgicos desde las iglesias, ni un movimiento visible que sacuda la conciencia de Occidente. Apenas algún comentario pasajero rompe la quietud, insuficiente para reflejar la magnitud de la tragedia.
Este contraste no es un hecho aislado; es un patrón inquietante. En 2014, el mundo fue testigo de cómo el autoproclamado Estado Islámico arrasó con comunidades yazidíes en el norte de Irak. Miles fueron asesinados, mujeres y niñas esclavizadas, y aldeas enteras borradas del mapa. Aunque hubo indignación inicial, la respuesta global pronto se desvaneció, dejando a esta antigua minoría religiosa a su suerte. En Nigeria, los cristianos enfrentan una persecución implacable por parte de Boko Haram y otros grupos extremistas. Solo en 2023, según diversos informes, más de 5,000 cristianos fueron asesinados por su fe en este país, un número que supera con creces muchas otras crisis humanitarias recientes. Sin embargo, estas historias rara vez llegan a los púlpitos, los medios de comunicación  o a las agendas políticas de Occidente.
¿Por qué esta disparidad? ¿Por qué las iglesias en Estados Unidos y Europa parecen movilizarse con fervor por unas causas mientras ignoran otras? Parte de la respuesta podría estar en una combinación de geopolítica, narrativa mediática y, también a la forma brillante en que el pueblo judío sabe difundir su causa y llamar la atención global sobre estos crímenes horrendos. Es así que Israel, como aliado estratégico de Occidente, recibe una gran atención, la cual está plenamente justificada ante crímenes que claman al cielo. En su momento nos hemos sumado a la condena de la bestialidad ocurrida en Israel, pero es lamentable como  Siria, sumida en una guerra civil prolongada es vista como un “problema lejano” y queda relegada al olvido. Pero más allá de las dinámicas políticas, hay una pregunta espiritual que pesa: ¿hemos olvidado a nuestros propios hermanos en la fe?
La Iglesia Occidental, en su afán por mostrar compasión universal, parece haber perdido de vista a aquellos que comparten su misma esperanza en Cristo. Los cristianos sirios no son solo víctimas de la violencia; son herederos de una tradición que se remonta a los albores del cristianismo. Fue en Antioquía, en la antigua Siria, donde los seguidores de Jesús fueron llamados “cristianos” por primera vez (Hechos 11:26). Antioquía también fue un centro clave para la misión cristiana primitiva. Después de la persecución que siguió al martirio de Esteban en Jerusalén (Hechos 11:19-20), muchos creyentes huyeron a esta ciudad, donde comenzaron a predicar no solo a los judíos, sino también a los griegos. Bernabé y Pablo de Tarso desempeñaron un papel crucial en este proceso: Bernabé fue enviado desde Jerusalén para supervisar la creciente comunidad, y más tarde trajo a Pablo, quien pasó un año enseñando allí. Otro evento fundacional vinculado a Siria ocurrió en Damasco, la actual capital del país. En el camino a esta ciudad, Saulo de Tarso —quien más tarde sería conocido como Pablo— experimentó su dramática conversión (Hechos 9:1-19). Saulo, un fariseo que perseguía ferozmente a los cristianos, fue cegado por una luz divina y escuchó la voz de Jesús. Tras este encuentro, fue llevado a Damasco, donde Ananías, un discípulo local, lo bautizó.
Este legado de fe, forjado en el sacrificio, merece algo más que nuestro silencio.  
Se trata  de reconocer que el abandono de las minorías religiosas perseguidas —sean cristianas, yazidíes, judías o de cualquier otra creencia— el silencio al que asistimos revela una hipocresía en nuestra supuesta defensa de la justicia y la dignidad humana. Si el mundo calla ante los cristianos de Siria, entonces nuestras proclamas de solidaridad son huecas y no valen nada.
Nuestro corazón y solidaridad debe estar ahora con los cristianos sirios, un pueblo sacrificado que, a pesar de la indiferencia global, sigue aferrado a su fe. Siria resurgirá, no por el respaldo de las potencias terrenales, sino por la fuerza de un legado eterno. Porque en medio de la persecución, ellos encarnan lo que significa seguir a Cristo: perderlo todo por ganar lo único que importa. Que su ejemplo despierte a una Iglesia dormida y a un mundo distraído. Que sus voces, silenciadas por la violencia, sean finalmente escuchadas.

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