Vida y familia

FORMACIÓN DE UNA CULTURA DE PAZ DESDE LA FAMILIA

Por: Lorena Diez Canseco Briceño*

Para el bien de la humanidad es muy importante la vivencia de una auténtica Cultura de Paz, tanto a nivel de las relaciones entre las naciones como a nivel de las relaciones interpersonales. Este término fue definido por la ONU el 6 de octubre de 1999 como la “promoción de valores, actitudes y comportamientos que evidencian un rechazo a la violencia y prevención de conflictos”. En esta línea, el diálogo, la negociación positiva y el respeto a los derechos de los demás es clave.

La UNESCO (2010) indica que una cultura de paz aporta reglas básicas de convivencia pacífica con validez universal, reglas como: actuar con respeto hacia la vida y a los derechos humanos, así como actuar con igualdad, equidad y tolerancia. Desde estos organismos internacionales, se busca sobre todo la paz entre las naciones; sin embargo, esto no será posible si desde los estamentos más básicos de la sociedad, -como la familia-, no se procura una educación que lleve a una recta internalización de estos criterios y a una vivencia de hábitos virtuosos que los hagan realidad.

La familia ejerce una influencia muy grande en el desempeño de los roles sociales de las personas; es la primera escuela de sociabilidad, es decir, es el lugar en donde la persona aprende la manera cómo relacionarse con los demás a partir de determinadas vivencias de interacción que permiten al niño internalizar ciertas normas y pautas de comportamiento y las maneras en las que la convivencia se puede desarrollar de forma pacífica y beneficiosa para todos los que conforman el grupo social.

Si en la familia se vive un ambiente de respeto y armonía, el niño estará en capacidad de poder relacionarse con sus pares, profesores, amigos, etc. bajo dichos criterios; si por el contrario, el niño experimenta dinámicas violentas en sus relaciones familiares, y se da una normalización de las mismas, exterioriza ello en sus demás ámbitos externos de convivencia.

Santo Tomás de Aquino hacía una analogía interesante entre el útero materno y el ambiente familiar, al cual llama “útero espiritual”. Él propone que las formas de relacionarse que se viven dentro de la familia, se conforman como el ambiente en el que el niño crece, el ambiente que protege al niño y que lo nutre; por ello, dicho “útero espiritual” debe estar libre de agentes nocivos y contaminantes, de violencia y de desamor; por el contrario, el espacio familiar debe ser un lugar en donde la vivencia del amor, la comprensión y la armonía impregne la dinámica relacional y por lo tanto, dicho “útero espiritual”, realmente cumpla con su función de proteger, cuidar y brindar al niño las condiciones necesarias para su mejor desarrollo y crecimiento y así prepararlo adecuadamente para que pueda salir al mundo, adaptarse positivamente, y sobre todo, ser un agente activo de la paz.

La familia es la principal fuente educadora del ser humano, y en esta línea, la acción educativa debe darse principalmente hacia la forja de virtudes (en especial las virtudes morales), ya que son aquellas que permiten el pleno despliegue de la persona para que llegue a ser lo que está llamada a ser y son aquellas que “hacen al hombre bueno”, por lo tanto, un verdadero agente de paz.

La forja de las virtudes requiere de un ambiente de amor y comprensión; es importante y necesario que el niño -al saberse amado, valorado y respetado- sea capaz de amar, valorar y respetarse a sí mismo y a los demás, y es sobre esta base que se podrá cimentar la educación de virtudes que darán lugar al perfeccionamiento de determinadas potencias humanas y gracias a ello, la posibilidad de un gobierno de sí mismo, basado en la razón, que contempla la verdad, el bien y la belleza y hacía estos se dirige.

Por ejemplo, si tomamos como muestra las virtudes cardinales, podríamos señalar con respecto a la virtud de la templanza, que permite moderación de los deseos sensibles, que esta no sería posible si es que los padres no saben establecer límites y responsabilidades en el niño. Otro caso podría ser la virtud de la fortaleza, que es la capacidad de vencer los obstáculos y dificultades; esta sería imposible de desarrollar si los padres no fomentan una recta autoestima en el niño, sin sobreprotecciones que le impidan aprender a ser paciente en la consecución de sus metas.

La justicia es otra virtud moral muy necesaria para la consecución de una cultura de paz, esta consiste en “dar a cada quien lo que le corresponde”, y para ello, el niño debe ser educado bajo la premisa de la consideración y respeto hacia los demás, así como de la sensibilidad para comprender lo que el otro necesita y sobre todo lo que al otro le corresponde en justicia, para a partir de ello, ser capaz de hacer un esfuerzo y sacrificio en bien de la otra persona.

Finalmente, la virtud de la prudencia, -madre de todas las virtudes, como nos dice Pieper-, permite que la persona, a partir del conocimiento y comprensión de los principios universales, sea capaz de discernir y decidir acorde al bien que su razón le muestra; para ello los padres deben fomentar la reflexión y la autonomía para la toma de decisiones rectas.

Como podemos ver, una persona que posea estas virtudes morales, será capaz de establecer relaciones positivas consigo mismo y con los demás y a partir de ello, ser un auténtico agente de paz en su entorno; es por ello, que la acción educadora de los padres en el seno familiar es muy importante y significativa en la consecución de una cultura de paz y solidaridad.

 

  • Universidad Católica San Pablo

 

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