Política

¿ES MÁS RENTABLE NO CUMPLIR LAS LEYES?

Por: José Antonio Olivares

Vivimos acostumbrados a no cumplir con las leyes, normas y reglas de todo orden, morales, administrativas, jurídicas, económicas etc. Nuestra sociedad vive en una anomia permanente, lo que nos tiene sumergidos en un pozo decadente. Prima el interés y el beneficio personal a corto plazo, sin solidaridad, sin sentimiento de pertenencia a una comunidad.

Cruzamos de vereda con el semáforo en rojo, y por la mitad de la cuadra, porque no pasa nadie y tampoco pasa nada. Llegamos a la esquina y esperamos sobre la calle y no sobre la vereda, para ser los primeros en llegar al otro lado. Al manejar, no nos abrochamos el cinturón de seguridad, porque nunca nos pasó nada. Manejamos igual, aunque hayamos tomado unas copitas de más, porque tenemos los reflejos despiertos. La gran mayoría de los accidentes de tránsito ocurren por el incumplimiento de sencillas normas de tránsito, que constantemente ponen en riesgo nuestras vidas y la de los que están alrededor nuestro. De la misma forma se producen los grandes escándalos de corrupción, la entrega del patrimonio nacional, las comisiones de grandes empresas. Aplica lo mismo para ir de fiesta en pandemia y toque de queda.   Entonces, ¿qué nos lleva a estas actitudes?

Las transgresiones a las leyes traen consigo una carga social que va más allá del simple hecho de desobedecer: la conducta debe ser intencional, el transgresor debe ser consciente de lo que hace, ya que no sólo intenta alcanzar cierto objetivo, sino también mostrar que su necesidad y sus deseos están por encima de las exigencias de la norma. En su libro “La división del trabajo social”, publicado en 1893, el sociólogo francés Émile Durkheim (considerado uno de los fundadores de la sociología) acuñó el término de anomia (etimológicamente “sin norma”), y la definió como la falta de normas o la incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr las metas de la sociedad, usándose para una ruptura de las normas sociales y no de las leyes (para diferenciarla del delito).

Otro factor a tener en cuenta, es el beneficio que reporta transgredir una norma, un análisis de costo beneficio, ¿es más rentable, en todo sentido; cumplir una norma o quebrarla?  Vale para esta reflexión revisar la prohibición del alcohol en Estados Unidos, como lo describe Rogers Senserric. El 17 de enero de 1920 entró en vigor la decimoctava enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Este artículo, con tres secciones y apenas ciento trece palabras, representaba uno de los experimentos sociales y políticos más fascinantes de una democracia en la era moderna. A partir de ese día, y merced a un cambio en la ley fundamental, Estados Unidos prohibía la producción, venta, transporte y exportación de cualquier bebida alcohólica en todo su territorio. Era un intento valiente, enérgico y ambicioso de ingeniería social. Tras años y años de campañas en contra del consumo de alcohol en uno de los países más borrachosos del mundo, la Anti-Saloon League conseguía, gracias a una fuerte movilización social y religiosa, aprobar una ley que intentaba abolir esa costumbre decadente. Fue un monumental fracaso. La prohibición ilegalizó la producción y venta de alcohol, ciertamente, pero no consiguió eliminar las ganas de juerga de los habitantes del que ya era el país más rico de la tierra en los felices años veinte. La demanda de bebidas alcohólicas estaba ahí, estuvieran o no prohibidas, así que el único efecto de la enmienda fue la inmediata aparición de una gigantesca industria clandestina de fabricación y venta de cerveza, whisky, moonshine y todo lo que pudiera ser destilado y consumido, junto a un enorme auge del crimen organizado. Aunque el consumo cayó de forma considerable en los primeros años de vigencia de la ley, a finales de los años veinte las redes de distribución ilegales habían conseguido recuperar los niveles de producción y consumo o incluso superarlos.

La historia de la ley seca es, o debería ser, un recordatorio primordial sobre los límites del poder del Estado y de las leyes para cambiar el comportamiento de sus ciudadanos. Los Gobiernos y legisladores pueden decidir abolir, limitar, prohibir o regular amplias áreas del comportamiento humano, actividad económica o moralidad y decencia públicas incluso en democracias liberales con fuertes protecciones a los derechos individuales. Pueden decidir qué conductas, productos o prácticas sexuales son ilegales, y pueden hacerlo con todo el poder que el aparato sancionador del Estado, su gigantesca burocracia, su capacidad recaudatoria y su monopolio de la violencia ponen a su disposición. Pueden incluso hacerlo con la mejor de las intenciones, con toda la fuerza de la moral y la virtud tras de sí. Y todo eso puede no servir absolutamente de nada, si nadie tiene incentivos para cumplir la ley. En el caso de la ley seca, la gente quería beber su cerveza, whisky y demás brebajes, y si había demanda, la oferta iba a estar ahí. Dado que convertir una nación de cien millones de habitantes a la abstinencia en veinticuatro horas era una quimera, la aparición de un mercado negro era esencialmente incontrolable. Esta historia que parece tan simple, obvia y evidente vista desde la distancia es algo que los políticos siempre deberían tener en mente cuando están considerando aprobar cualquier ley.

La respuesta de muchos políticos de izquierda es proclamar que la ley está siendo vulnerada, y que la única respuesta es perseguir a los infractores. Más inspecciones laborales, más multas, y más perseguir a aquellos malvados empresarios que explotan a los pobres trabajadores para su propio enriquecimiento. El problema, sin embargo, es que esto parece ser una tarea imposible. Lo que hace que todo el mundo vulnere la ley no es la falta de vigilancia, es el hecho que todo el mundo tiene unos incentivos enormes para romperla. Los empresarios, obviamente, quieren ahorrar dinero, limitar las protecciones laborales y evitar regulaciones engorrosas. Los trabajadores, en un país con más de 70% de informalidad, están dispuestos por un lado a aceptar prácticamente cualquier cosa para conseguir un empleo.

La realidad es que las leyes y las instituciones son en parte fruto de la autoridad de Gobiernos, burocracias y reguladores y de su capacidad de coerción, en parte fruto del consentimiento de los actores que viven bajo la ley. El Estado, los políticos, pueden forzar a los ciudadanos a comportarse de un modo u otro, pero solo hasta cierto punto: si una ley no genera por sí misma suficientes incentivos para que una mayoría suficiente de ciudadanos quiera cumplirla, incluso la más competente de las burocracias no puede conseguir que esta funcione.

Al hablar de reformas legales los políticos y comentaristas a menudo caen en el voluntarismo. No es suficiente que la ley cambie, las penas se endurezcan y prometamos perseguir a los infractores con más entusiasmo que antes; si saltarse la ley es fácil, da ventajas aparentes y hay demasiados infractores como para que todos puedan ser perseguidos, no podrán ganar.

Cuando vemos un problema social persistente, por lo tanto, algo que los políticos una y otra vez han prometido arreglar mediante policías, inspectores y endurecimiento entusiasta del código penal, vale la pena pararse a pensar si el problema es que no castigamos lo suficiente, o que hay algo en el ordenamiento legal que hace sea preferible saltarse la ley a cumplirla. Sea mercado laboral, sea venta de bebidas alcohólicas, sea corrupción, hay veces que la solución no es aplicar la norma con más energía, sino cambiar la estructura del sistema. Podemos regular la venta de sustancias potencialmente adictivas, en vez de hacer que la demanda se vaya al mercado negro. Y probablemente es buena idea quitar poderes discrecionales a los políticos, de modo que no puedan pedir sobornos a cambio de devolver favores.

El Estado y su burocracia tienen un poder enorme, pero no pueden hacer milagros. Si queremos un Estado que funcione, debemos entender sus límites.

 

© Café Viena

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