Iglesia

EL VIERNES DEL AMOR

Por: Marco Antonio Corcuera

Después que salió de su asombro, liberado ya de sus cadenas y confundido con la muchedumbre, Barrabás partió la carrera sin rumbo y se perdió de vista. Momentos antes, la chusma, consultada en el Pretorio, había absuelto al asesino del hijo de Jahel y condenado a Jesús, «el maniático», por pretender derrocar al César romano.

Todo le fue adverso: «blasfemo», para el tribunal judío; «Chiflado», para Herodes; y, «revolucionario», para Pilato.

Condenado por la religión, el poder y la política.

Todo un tinglado de infamia.

Sus pasos caían lentamente tras los latigazos. El dulce Nazareno subía a tientas, arrastrando su cruz, hasta el Calvario. Sus ojos, humedecidos por el sudor, habían adquirido el barniz de la tortura; y sus miembros, desatados, sólo obedecían al instinto de conservación. Su hora había llegado, al fin.

Dios descendido a lo más bajo: a la escoria.

Colgado entre dos malhechores comunes y vejados a sufrir el más denigrante de los suplicios, el reservado para los indeseables: la crucifixión.

Sin embargo, desde lo alto de su cruz, ya rozando el lindero de la agonía, implora perdón para sus verdugos:

PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE
NO SABEN LO QUE HACEN.

Inexplicable y repentina absolución, el perdón que sustituye al merecido castigo, la impunidad entronizada. Las palabras desprendidas de sus sangrantes labios que piden indulgencia, olvido del agravio.

Desde el tiempo que nos separa de su nacimiento, siguen sin castigo los delincuentes. Ahora los delitos comprenden a la humanidad, atacan los elementales derechos del hombre. La tortura se ha refinado y el robo comprende hasta la honra, el honor y la fama. Hemos ascendido de delincuentes vulgares a delincuentes refinados. No pisamos las cárceles, sólo reservadas para los vulgares. El dinero nos salva de estas pequeñas circunstancias.

Entre los dos malhechores, hay uno: el bueno, el iluso, el que pide ayuda a Cristo y Éste se la concede de inmediato: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»; el otro, el malo, le increpa su lenidad porque, siendo Dios, no se salva ni salva a sus compañeros.

Luego Cristo hace dos encargos que, a la vez, son dos mandatos: a su Madre, a quien la llama con el apelativo universal de «mujer»; y a su discípulo predilecto, Juan, al que llama como «hijo»: «Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu Madre».

A Ella le encomienda el cuidado de la humanidad y lo hace desde el templo cósmico del Calvario. A Juan, el cuidado de María, que encarna a las demás mujeres.

María, la inmaculada, la llena de gracia, la bendita entre todas las demás; Ella, que salió purificada del pesebre de Belén, entre villancicos de ángeles y pastores; Ella, que, en la huida a Egipto, salvó la vida del Redentor de la humanidad.

¿Cristo, la sabiduría infinita, la inteligencia suprema, la obediencia absoluta, dejado de la mano del Padre sin explicación, en el momento supremo de su vida?

La realidad, sin embargo, es otra y distinta; no es Dios el que abandona al Hijo; es el hombre el que abandona a Dios («él mismo empaña el espejo, y dice que no está claro» (Sor Juana Inés).

Deseamos que Dios lo solucione todo, que absuelva favorablemente nuestras preguntas; no obstante negarlo, casi siempre. ¿Es que estamos hastiados de Dios, como lo increpa Ramón Cue en su polémico libro Las siete palabras; (adiós, vaya con Dios, quede con Dios, juro por Dios) hasta llegar a desconocerlo?

Por eso Cristo se dirige al Padre en el más suplicante de los posesivos, «Dios mío, Dios mío», y luego añade el más lastimero y tierno de los interrogantes «¿por qué me has abandonado?».

Una de las tres palabras últimas (las otras tres fueron personales y una incomprensible y misteriosa) que Cristo pronunció en la cruz, es la que expresa el paroxismo del sufrimiento, el incendio de sus células corporales. Después de las dieciséis horas de pasión y tres de agonía, sin sangre, extenuado, lanzó la más tajante y admonitoria frase que resonará a través de los siglos: «Tengo sed». Su sed, sin embargo, no es sólo de agua; lo es, igualmente, de justicia, de paz y de amor «Cristo resulta el ser más sediento de la historia». Su grito tocará las paredes del tiempo, y se extenderá como el tiempo o como la luz.

Todo se ha consumado. No se trata del cumplimiento de su sentencia, acto meramente procesal. Se trata del cumplimento de su destino, de lo que estaba escrito.

La obediencia ciega al Padre, pero racional y humana, diferente del fanatismo que ahora ha instituido al asesinato como medio de conseguir beneficios sociales que, aunque generados comúnmente por la injusticia y la insensibilidad, no justifican el empleo de la fuerza irracional y repudiable.

Y la última de sus palabras y de su vida, dedicada también al Padre, como la primera. De Él vino, y a Él retorna.

Frase de agradecimiento, de entrega total, como lo hizo en el curso de toda su preciosa vida.

Todo fue para el Padre; el reino, la voluntad, la sabiduría, la decisión. El Padre que está en el cielo, santificado; el Padre amado, en cuyas manos encomienda su espíritu.

«Y bajando la cabeza, expiró».

Lacónica frase de Juan, el único de sus discípulos que presenció la escena.

Y así terminó ese viernes del amor universal.

 

(Publicado en La Industria de Trujillo, el 8 de abril de 1992)

1 comentario

  1. Me gusto muchísimo esta manera de caminar con pasos de algodón sobre este tema tan especial!
    Escribir para todos! Escudriñar con sabiduría la crucifixión!
    Es Tan sin tiempo! Tan actual …..

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