
Por: Luciano Revoredo
El financiamiento de las campañas electorales es un indicador clave de las dinámicas democráticas en cualquier país, reflejando tanto la capacidad de movilización de recursos como las prioridades de los actores políticos y económicos. La comparación entre los gastos electorales en Estados Unidos y el Perú pone en evidencia una brecha abismal: mientras los candidatos presidenciales estadounidenses, Kamala Harris y Donald Trump, invirtieron cerca de 2,000 millones de dólares en la última campaña, en Perú el gasto total en publicidad electoral para las elecciones presidenciales no supera los 20 millones de dólares.
En la campaña presidencial estadounidense más reciente, los demócratas, liderados por Kamala Harris, invirtieron 1,100 millones de dólares, mientras que Donald Trump y los republicanos gastaron aproximadamente 800 millones de dólares, sumando un total de 1,900 millones de dólares. Este nivel de gasto refleja la naturaleza altamente competitiva y comercializada de las elecciones estadounidenses, donde los recursos se destinan a publicidad, eventos masivos, campañas digitales y estrategias de movilización de votantes en un país con más de 330 millones de habitantes. Aunque estas cifras son astronómicas, están respaldadas por un sistema de recaudación de fondos que incluye donaciones individuales, comités de acción política (PAC) y contribuciones corporativas reguladas, dentro de un marco legal que, aunque controvertido, busca limitar la influencia indebida.
En contraste, el sistema electoral peruano opera con recursos significativamente menores. Según datos de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), los candidatos que alcanzan la segunda vuelta en las elecciones presidenciales invierten entre 6 y 7 millones de dólares cada uno en publicidad, mientras que los demás partidos, en conjunto, apenas suman 6 millones de dólares adicionales. Esto resulta en un gasto total de aproximadamente 20 millones de dólares para todos los partidos en una elección presidencial. En un país con 33 millones de habitantes, esta cifra refleja tanto las limitaciones económicas como las restricciones legales sobre el financiamiento de campañas, que buscan prevenir el ingreso de fondos ilícitos, pero también desalientan la participación de actores legítimos.
Esta disparidad, equivalente a una diferencia de 100 veces, plantea preguntas sobre la sostenibilidad de la democracia peruana, la desincentivación de la inversión empresarial legítima y el riesgo de que actores corruptos llenen el vacío financiero.
La diferencia de 100 veces entre los gastos electorales de ambos países no solo responde a la escala económica, sino también a las dinámicas de participación política. En Estados Unidos, la inversión masiva es vista como una necesidad para competir en un mercado político saturado. En Perú, en cambio, la baja inversión refleja una combinación de restricciones regulatorias, desconfianza en el sistema político y una creciente desmotivación de los empresarios para apoyar a partidos políticos.
Uno de los aspectos más preocupantes de la dinámica electoral peruana es el impacto de las políticas y actitudes hacia el sector empresarial. Durante décadas, los empresarios que apoyaban un modelo económico de libre mercado han enfrentado críticas, investigaciones y, en algunos casos, persecución por parte de las autoridades. Este “maltrato” ha generado un clima de desconfianza, desincentivando a los actores económicos legítimos a financiar campañas políticas de partidos que podrían considerarse “decentes” o alineados con principios democráticos y de libre empresa.
La ausencia de financiamiento empresarial legítimo crea un vacío que, como en cualquier sistema, tiende a llenarse con otros actores. En el contexto peruano, este vacío representa una oportunidad para empresarios corruptos o actividades ilícitas, como el narcotráfico, la minería ilegal o la trata de personas. Un actor con recursos financieros más modestos, pero estratégicamente invertidos, podría respaldar a un candidato y, con una inversión relativamente baja, influir significativamente en el resultado electoral. En un escenario extremo, esto podría conducir a la captura del Estado por intereses criminales, consolidando lo que algunos analistas denominan un “narcoestado”.
La vulnerabilidad del sistema político peruano plantea una pregunta crítica: ¿es el sistema judicial cómplice deliberado de estas dinámicas, o actúa como un “tonto útil” que, por falta de visión o capacidad, facilita la corrupción? Por un lado, las investigaciones y procesos judiciales contra empresarios y políticos han sido, en muchos casos, mal manejados, politizados o carentes de rigor, lo que ha alimentado la percepción de un sistema judicial que castiga indiscriminadamente a los actores legítimos mientras permite que los corruptos operen con impunidad. Por otro lado, la falta de reformas efectivas para fortalecer la regulación del financiamiento político y proteger a los donantes legítimos sugiere una negligencia estructural que podría ser explotada por intereses espurios.
La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Es posible que el sistema judicial combine elementos de ambos escenarios: actores individuales que persiguen agendas corruptas y una institucionalidad debilitada que carece de la capacidad o la voluntad para abordar los problemas de fondo. En cualquier caso, la inacción judicial agrava las vulnerabilidades del sistema político, aumentando el riesgo de que el vacío financiero sea llenado por actores ilícitos.
Para proteger la integridad de su sistema político, el Perú necesita reformas urgentes que fortalezcan la regulación del financiamiento de campañas, restauren la confianza de los actores legítimos y garanticen un sistema judicial independiente y eficaz. Sin estas medidas, el país corre el riesgo de avanzar hacia un escenario en el que la democracia sea capturada por fuerzas que amenazan su propia existencia.
Pero señor director, le parece apropiada y oportuna la comparación con EEUU, cuyo pib es el primero del mundo contra el Perú que ocupa el puesto 60? Si la comparación fuera hecha contra países como Malasia, Sudáfrica, Colombia o Rumania, sería más justa, me da que en esa comparación estaríamos en las condiciones del promedio y no tendríamos motivo para una alarma más.