La columna del Director

DE PEQUEÑO ME ENSEÑARON A QUERERTE

Por: Luciano Revoredo

Guardo el recuerdo de una modesta taza. En ella mi madre me servía diariamente leche con cocoa o avena. Recuerdo que ella la había comprado para mí. Yo tenía probablemente 4 años. En la taza de color crema relucía una hermosa U sobre la que mi madre dulcemente decía “ese es nuestro equipo”. Cuantas alegrías y emociones, cuanta felicidad le debo a esa temprana iniciación en la más grande de las hinchadas.

En 1970 habíamos vivido la emoción del mundial de México, con los amigos del colegio disfrutábamos durante los recreos imaginando los grandes partidos del mundial y encarnando en nuestras canchas escolares a Chale, Cachito Ramírez o al gran Chumpitaz, cuando no a Rivelino, Tostao o Pelé . Hasta que de pronto recibimos la gran noticia, Pelé, el Rey vendría a Lima. Su equipo el Santos de Brasil enfrentaría nada menos que a la U “nuestro equipo” en un partido amistoso. Mi padre fue entonces víctima de mi acoso más insistente. Teníamos que ver a la U enfrentar al más grande, al Rey Pelé.

Por supuesto había enormes colas en el Estadio Nacional, las entradas se habían agotado. Recuerdo con claridad que caminábamos de un lado para otro, yo no terminaba de comprender los afanes de mi padre. De pronto divisó a un hombre formalmente vestido, con sombrero, parado en una esquina. Apuramos el paso hacia él, que sería nuestra salvación, para mi sorpresa, resultaba que él tendría las entradas que necesitábamos. Ese día supe que existía algo llamado reventa.

Luego vino uno de los momentos más inolvidables. Subir por las escaleras de oriente, en medio del barullo de la multitud, aferrado a la mano firme de mi padre con el que íbamos intercambiando miradas felices, hasta llegar a la entrada y sentir como se eriza la piel al ver esa cancha y la multitud que espera ansiosa el partido. Nunca olvidaré ese momento.

Nos ubicamos en la parte alta y yo enmudecí. Más aún cuando a los gritos de “…y dale U” vi salir a nuestro equipo, para mi sorpresa con camisetas color guinda, en una concesión al uniforme blanco de la visita. Recuerdo con claridad esa inédita sensación de emociones que me embargó. La barra de la U a un lado, mi padre al otro, sonriente, explicándome cada cosa que sucedía en una complicidad que solo se da entre padres e hijos al compartir las cosas más entrañables. Ese partido quedó grabado en mi joven corazón de hincha crema. El triunfo de la U sobre el Santos de Pelé  por 3 a 1 con goles de Casaretto, Chale y el Trucha Rojas, sería una de las experiencias más notables de mi niñez futbolera.

Aquella noche cuando al intentar dormir volvían a mi mente como relámpagos las imágenes del triunfo, de la caminata buscando entradas, el estallido de cada gol, la alegría de la barra, en la oscuridad de mi habitación, solo con los recuerdos del triunfo, sellé un pacto de por vida, aquello que sentía por “nuestro equipo” se convirtió en una pasión que hoy cinco décadas después alimenta mis ilusiones de viejo hincha por ver a la crema campeonar.

Desde aquellos años en que guardaba en una caja  los recortes periodísticos de los triunfos de la U, que en la pared de mi dormitorio colgaba un afiche con los rostros de Ballesteros, Chumpitaz, Soria, Cuéllar, La Fuente, Cruzado, « el Cachorro» Castañeda, Muñante, « el Trucha» Rojas,  «Cachito» Ramírez y Oblitas entre otros, quiso Dios que esa pasión se vea beneficiada permitiendo mi presencia en momentos estelares de Universitario.

Es así como, desde la tribuna de occidente de un estadio que se inauguraba en La Victoria, mis ojos de niño vieron a la U dar la vuelta ante la hinchada rival que inauguraba su estadio rumiando el fracaso.

Como también muchos años más tarde en esa misma tribuna, solo con mi pasión y ningún otro acompañante, presencié aquella icónica imagen de Oscar Ibáñez parado sobre el arco norte extendiendo los brazos en señal de triunfo.

Son tantas las tardes de gloria. Desde aquellos tripletes a los que llegaba de la mano de mi padre y sonaba por los altoparlantes del estadio nacional la vieja polca con aquello de “… Universitario del balompié peruano la máxima expresión”, aplaudiendo con las tablitas de la barra de oriente, o los partidos en el Lolo, entrañable fortín de Odriozola, hasta esa noche, una de las más felices de mi vida, en que al no poder asistir al estadio por esta triste idea de jugar con una sola hinchada, vimos el partido un gran grupo de hinchas en “Faena” el bar de mi querido amigo Edu Rivera en Miraflores y entre lágrimas de felicidad gritamos los goles del Orejas y Calcaterra que se meten a la historia y la iconografía del club con esos dos goles que hasta ahora busco volver a ver cada cierto tiempo, para volver a sentir la inefable felicidad de aquel Matutazo.

Pero la felicidad y la pasión de ser un hincha crema no vive de la nostalgia, sino que se proyecta al futuro y así como de niño aprendí lo que significaba ese pacto inquebrantable de amor con el más grande equipo del Perú, he transmitido a mis hijos esa tradición de ser un hincha ferviente, de este grandioso Club.

Ahí está la inolvidable tarde del 2 de julio del 2000, cuando mi pequeño hijo José Antonio de casi cuatro años se inició en el amor a la crema asistiendo a la inauguración del Monumental y hasta hoy dos décadas después sigue siendo mi compañero y cómplice desde que encendemos la parrilla hasta que emprendemos el camino a la cancha,  o años más tarde cuando Nicolás, el hoy memorioso que recuerda cada gol y triunfo de la U con precisión enciclopédica, desde que se inició en el rito de alentar al equipo desde un palco de norte  y que me ha enseñado  desde su visión de adolescente que la pasión del hincha es levantarse cada mañana con la ilusión de un nuevo partido, es la emoción de vestir los colores del equipo con orgullo, es el grito ensordecedor en el estadio que hace temblar el césped y erizar la piel. Y el pequeñito Joaquín, que en el vientre de su madre ya asistió a su primer partido y que hoy atesora una colección de objetos de la U, uno que otro autógrafo y duerme aferrado al peluche del gran Garrita.

Así uno llega feliz al centenario del más campeón. Con la ilusión de muchos títulos y alegrías más. Con ese fervor que no se apaga ni en los días más oscuros, porque ser hincha es estar en las buenas y en las malas, en la victoria y en la derrota, siempre firme al lado de tu equipo. Es el abrazo con el desconocido que está a tu lado en la tribuna, convertido en hermano en esos momentos de gloria. Es la lágrima que cae en silencio cuando el sueño se desvanece en el último minuto. Es el sentimiento que une las generaciones. Es la fraternidad entre los que aplaudieron a Lolo o Toto Terry y los que hoy ven con ilusión al equipo del Centenario.

Todo eso es ser un hincha de la U. Es llevar en el corazón un símbolo, una vocal, que representa no solo a un equipo, sino a una comunidad, que une a millones. Es el espíritu indomable que nunca se rinde, el amor eterno que nunca muere,  es, en una palabra, la esencia misma de un sentimiento inexplicable y único.

¡Dale U por siempre escucharán!

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