Miscelánea

50 AÑOS DE LA LLEGADA A LA LUNA Y LA FE

Por: Padre Mario Arroyo

Este 20 de julio se cumplen 50 años de que el hombre fue capaz de llegar a la Luna. El 21 Neil Armstrong descendió de la nave y pronunció aquella frase inmortal: “es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. No le faltaba razón. A medio siglo de distancia muchas cosas han cambiado, al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología se han seguido desarrollando vertiginosamente, aunque no al ritmo que marcaban los futurólogos de la época; baste ver 2001 Odisea del Espacio.

Ahora bien, una característica de los hombres que protagonizaron dicho viaje fue su profunda fe en Dios. En efecto, el mismo Armstrong que en 1969 pronunciara su especie de brindis por la humanidad, en 1988 al visitar Jerusalén, completó la frase diciendo: “para mí significa más haber pisado estas escaleras –restos del templo construido por Herodes el Grande que con toda seguridad pisó Jesús- que haber pisado la Luna”. El mismo hombre que se daba cuenta de la envergadura que supuso el gran paso para la humanidad que supone haber llegado a la Luna, no perdía piso, y se daba cuenta también de lo que ha supuesto para la misma que todo un Dios haya pisado la Tierra. Quien no dudaba en asombrarse por las maravillas que consigue el ingenio humano y el desarrollo científico, se da cuenta también de que Dios es más grande, y que para el hombre ha sido más importante el hecho de que Dios se hiciera uno de nosotros que haber llegado a la Luna.

Neil Armstrong, Buzz Aldrin, Michaell Collins fueron tres hombres de fe, cristianos creyentes, el último católico. Si bien, como toda persona racional, se admiraron por los prodigios de la ciencia y contribuyeron jugándose la vida a su desarrollo, no se desubicaron, porque fueron conscientes de que, si las obras del hombre son impresionantes, más grande aún es la obra de Dios que las ha hecho posibles. La frase pronunciada por Armstrong en Jerusalén pone en evidencia cómo, si vale la pena jugarse la vida por la ciencia –como lo hizo él-, lo que da sentido último a la vida no es la ciencia sino la fe. La ciencia nos sirve para comprender y dominar un maravilloso mundo, que previamente ha sido creado por Dios y muestra su grandeza; la misma grandeza del hombre –manifestada también en su desarrollo científico y tecnológico- canta la gloria de Dios, su hacedor.

El mandato divino de “dominar la Tierra y someterla”, que en el texto original hebreo del Génesis no tiene sentido tanto de sometimiento cuanto de “cuidado”, encuentra en el desarrollo científico y tecnológico su cumplimiento. El mundo ha sido puesto en las manos del hombre para que lo cuide, desarrolle y de fruto. La creación no está terminada, espera su plenitud y complemento gracias también al trabajo del hombre. Dios le ha dado al hombre la razón, como “un chispazo del entendimiento divino”, para desentrañar el sentido del mundo y descubrir, mientras lo perfecciona y transforma, cómo su sentido último no está en él, sino que apunta a algo más grande, a su origen y a su fin, esto es, a Dios. Buzz Aldrin se dio cuenta de ello cabalmente, y aprovechó su descenso en la Luna para leer un versículo de la Biblia y comer ritualmente pan y vino, siendo así, a la vez, el primer hombre en comer en la Luna y el primero en realizar un acto religioso allí.

A 50 años de distancia el contexto ha cambiado mucho. Ya no existe la guerra fría ni la implacable competencia ideológica que aceleró la carrera espacial hasta concluir con la llegada a nuestro satélite. La imagen que ahora tenemos del espacio, el universo, las estrellas, planetas, satélites, cometas y asteroides es mucho más completa. La iniciativa privada ha entrado en la carrera espacial y la ha convertido en negocio; no parece demasiado lejano el día en que seamos capaces de dar el siguiente paso: llevar una misión tripulada a marte.

Todo ello es maravilloso, pero aún queda la pregunta, ¿no habremos aprovechado la ciencia y la técnica para construir un ídolo a nosotros mismos?, ¿no hemos perdido piso, referencia y sentido, al relegar a Dios, fuente de este maravilloso universo y de la no menos increíble razón humana?, ¿no habremos sustituido lo que, erróneamente considerábamos el “ídolo de Dios”, por otro ridículo de nosotros mismos? A 50 años de distancia, podemos seguir asombrándonos por ese “gran salto”, y también recuperar la capacidad de mirar hacia arriba, y redescubrir a Dios. Si la ciencia y la tecnología no se ubican, gracias a un saber sapiencial, corren el peligro de volver superfluo al hombre o, incluso, desaparecerlo de la faz del universo. Ojalá que este aniversario nos cure de la miopía egocéntrica del cientificismo, abriéndonos a una visión sapiencial y religiosa del mundo, respetuosa a un tiempo de Dios y del hombre.

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