Por: Sertorio
Aparte de dar nombre a una de las más hermosas películas de los años treinta, tabú significa la prohibición de hacer o decir algo debido al miedo a un poder espiritual. Hay cosas que no se pronuncian. Por ejemplo: el nombre de los dioses. Occidente, en su fase terminal, se acoge también al tabú de una manera que en nada envidia a los más primitivos habitantes de Polinesia. Sólo que en Europa ya no quedan dioses ni espíritus, sino lobbies que nos imponen lo que debemos decir y conocer. Más allá de esos límites y esas autocensuras crecientes está el anatema, la abominación de la desolación, el situarse al margen de la sociedad.
A estos tabúes postmodernos se les llama corrección política; en los medios cultos se conocían antes como lenguaje totalitario.
Tabú es el miedo a llamar a una cosa por su nombre porque nos caerá encima un castigo. En Europa, la principal fábrica de tabúes son los códigos de “estilo” de la prensa y las múltiples violaciones de la libertad de conciencia que se camuflan en la torticera casuística de los llamados delitos de odio. Desde que se inventó esta bicoca para jueces y fiscales, los mecanismos represivos del Sistema no han parado de censurar, encarcelar y perseguir a todo aquel que se va de la lengua o de la pluma. El único odio que sigue siendo legítimo es el de clase. Y sólo las izquierdas y sus colectivos afines están legitimados para odiar. Gritar o escribir: Machete al machote o Heterosexual muerto / abono pa’ mi huerto no es odio. Imagínese el lector si los sujetos de esas proposiciones fueran sustituidos por términos como feminista o gay. Entonces, las mil fiscalías que andan a la busca de reos que justifiquen el gasto que ocasionan no tardarían en tomar cartas en el asunto.
Uno de los fenómenos decisivos de nuestro tiempo es la eclosión del democratismo totalitario, es decir, de un régimen aparentemente friendly e integrador que oculta una tiranía mediática de los intelectuales de la extrema izquierda más delirante, aquella que en los años 60 estaba más cerca del frenopático que del poder. Sin embargo, ahora, por su coincidencia de intereses con el capitalismo salvaje de la globalización, se ha convertido en un Zeitgeist impuesto por la fuerza del dinero y por la coerción de los poderes que le sirven.
Pero la realidad, y no digamos ya la naturaleza humana, es más tozuda que la ideología. Y la población sigue empeñada en reproducirse, en mantener relaciones heterosexuales, en comer carne, en beber, en amar a su patria y en honrar sus tradiciones. Pese al lavado de cerebro integral decretado por la ONU, por la UE y por los Scrooges, Shylocks y Harpagones que les financian, la gente sigue siendo humana. De ahí el creciente interés de la oligarquía mundial en la posthumanidad y los cyborgs. Como el sistema económico que padecemos aún carece de los medios para sustituir a la irracional chusma antropoide por robots, los engranajes de la corrección política trabajan a un ritmo devastador y corren peligro de descoyuntarse.
El ejemplo de cómo esta manipulación totalitaria está fracasando y, además, haciendo el ridículo lo tenemos en España. En los últimos quince años, los poderes del Estado se emplean noche y día en ejecutar el programa globalista para esterilizar, desarraigar, aculturar y dividir a la nación. Todos los lobbies de lo políticamente correcto han entrado a saco en la administración y han erigido los famosos chiringuitos, que les han permitido establecer financiaciones millonarias, redes clientelares, plataformas de chantaje y púlpitos para admonitorios autos de fe contra los disidentes. Cuentan con fiscales, profesores, locutores de televisión, sacerdotes, policías, pandas de matones y chivatos… Y sin embargo…
Fijémonos en el caso de la famosa Manada, la de Pamplona. Españoles pata negra, algunos militares, sus nombres son bien conocidos por el país y casi sabemos hasta su dirección y número de documento de identidad. Sin embargo, cuando otra manada de magrebíes violó a una muchacha y apuñaló a su novio en Barcelona, la alcaldesa Colau denunció el racismo de los que informaban del origen de los agresores. Quienes, por cierto, estaban en hogares de acogida dependientes de organismos oficiales, no sé si del Ayuntamiento o de la Generalidad. Desde entonces, cuando se producen estos hechos y no son cristianos viejos los malhechores, los medios de comunicación y las autoridades se acogen al tabú de que el origen de los delincuentes es irrelevante. Bueno, pues si es irrelevante, ¿qué es lo que impide decirlo? ¿Por qué se escamotea? Porque no es para nada irrelevante.
La ocultación, además, es contraproducente, porque el público saca por su cuenta sus propias conclusiones y ya empieza a estar muy harto de que las autoridades le nieguen los datos que más tarde, de una manera u otra, acaban por aflorar. Es curioso que quienes más protestan por la tradición cultural europea y no paran de culpabilizar su supuesto machismo congénito, callen y otorguen ante otras culturas y religiones infinitamente más misóginas que la nuestra. Mientras, se desprecia, destruye y vitupera una herencia de dos milenios en aras de una supuesta igualdad, que es la excusa para una brutal aculturación en Europa.
Pero la ocultación tiene un grave peligro, que es que por respetar el tabú ocurran en nuestro país casos como el de Rotherham, tan escandaloso como convenientemente silenciado por las izquierdas “europeas” y sus patronos mundialistas. Entre 1997 y 2013, 1.400 niñas inglesas nativas fueron violadas y agredidas por una manada de paquistaníes. Ello se hizo pese a que ya en los años 2002, 2003 y 2006 se presentaron informes sobre las menores por los servicios sociales. La policía, por supuesto, hizo la vista gorda para no ser acusada de racista. A fin de cuentas, las víctimas eran rednecks europeos, es decir, el irrelevante coste humano de la economía global, esa población obrera nativa a la que la izquierda políticamente correcta está sacrificando en todo Occidente. Y Rotherham no es un caso aislado: Oldham, Derby y Rochdale, localidades de la Inglaterra olvidada, han conocido situaciones semejantes. No es de extrañar que nadie crea a la gran prensa, que oculta casos como éstos de forma sistemática o los disfraza y edulcora para obviar lo real. A esta política de los poderes globalistas se le puede denominar la administración del tabú, cuya gerencia corresponde a los intelectuales y periodistas orgánicos.
Negar la realidad, pensar que se trata sólo de un constructo, es un delirio propio de la French Theory que está detrás de todo el aparato represor de la corrección política. Este mundo peterpanizado de la plutocracia global y sus terminales universitarias y televisivas está naufragando. Desde Brasil a Rusia, desde Estados Unidos a Francia, el espejismo friendly de los especuladores financieros y sus bufones mediáticos se disipa. Cuanto más se aferran a sus tabúes, más se evidencia lo real, lo concreto, lo que los marxistas serios llamaban las condiciones objetivas. Siempre que esto sucede, siempre que la realidad desafía al mito, se produce una transgresión que exige del poder que se reprima con violencia, porque si no perderá su fuerza mágica, el terror sagrado que impone todo tabú. Lo real se niega histéricamente por quienes viven del delirio y hacen de él su industria. Por eso mienten con tal descaro: la realidad debe ser exterminada por el ensueño dogmático. Es la misma lógica que sirvió a un Robespierre, a un Saint-Just, a un Mao. Y en eso está acabando la élite mundial: en un sacerdocio del nihilismo, en la regocijante y cruel paradoja de una inquisición relativista.
©El Manifiesto