Cultura

EL ATAQUE A LA PERSONA. LOS NUEVOS NAZIS DEL TRANSHUMANISMO.

Por: Carlos Blanco

Se hace preciso, en estos tiempos de oscurecimiento y maldad, proclamar la dignidad y excelsitud de la persona. El hombre, además de ser un individuo de la especie Homo sapiens, es, desde el principio y para siempre, un ser racional, libre, dotado de espíritu inmortal y hecho a imagen y semejanza de Dios. Desde que se forma un cigoto hasta la eternidadhay persona humana.

El cristiano debe librar en nuestros días una sórdida batalla. Desde muchas instancias se lanzan ataques contra la persona. Se niega su existencia o se rebaja su dignidad. Equiparar la persona a un animal cualquiera, hacer que el vaso portador de derechos naturales de la persona sea idéntico, no superior al de otro vertebrado, como proclaman sujetos del estilo de Peter Singer, es la antesala misma de futuros genocidios. No es exagerado decir que en el mundo académico anglosajón se van preparando ideas “controvertidas” que, al cabo de quince o veinte años, estarán a pie de calle, aceptadas por la gente –sobre todo la más joven y supuestamente “desprejuiciada”. Las redes sociales normalizarán en pocos años lo que ciertas universidades anglosajonas, sobre todo las de la “Ivy League” decretan hoy como “últimas fronteras”.

Cada ser humano posee un valor absoluto e infinito. Cada cigoto que se forma en el seno de una madre supera en valor lo que representa un universo entero. No es sustituible, no es recambiable. Por eso, cuando el Señor, de puro amor a la Humanidad, concibió al principio de los tiempos su plan para redimirnos, ese plan consistió en dársenos todo Él en forma de hombre, siendo concebido en María por obra del Espíritu Santo. El niño que se formó en el seno de María es Dios mismo, y en cada hijo de su madre humana, haya nacido o no, ya está la semejanza con lo divino: su imagen y no su mero vestigio.

Un australiano de origen judío, mimado por ese selecto club de universidades del Imperio, premiado por los señores del dinero, como es el profesor Singer, quiere rebajar al hombre a la condición de “animal”. Con grave incongruencia, quien dijo defender años ha “el bienestar animal”, no puso reparos a la hora de argumentar a favor de la eutanasia, el aborto o la zoofilia. Quien desconoce la idea metafísica de persona, y sólo es capaz de ver en un humano una cierta clase de vertebrado superior, no muy distinto y a veces, incluso, inferior a un simio, no puede ser considerado filósofo. Ni siquiera puede ser considerado un ciudadano digno de ser tomado en serio. Pero el BBVA, o el catedrático de Oviedo Luis Valdés, o los fans del “proyecto Gran Simio”, que incluyen en nómina a escritores “de la ceja”, le toman en serio y le admiran.

Como todos los atentados a la persona, el animalismo ha venido al mundo disfrazado de tiernas “sensibilidades”. ¿Qué ser humano no embrutecido puede admitir el maltrato a seres “sintientes” de otras especies, máxime si venimos a hablar de primates, que son tan cercanos genética y morfológicamente a nosotros? La vieja crueldad hacia animales, como la que se dio en los circos y ferias, pero también en granjas, zoos y laboratorios, puede ser atajada por medio de regulaciones legales y códigos deontológicos estrictos. En este punto de la cuestión creo que no ha lugar para mayores debates. Una sociedad civilizada evita el maltrato, especialmente el maltrato gratuito e injustificado a los seres vivientes.

Pero con tales pieles de cordero, como defensores “sensibles” de otros seres sensibles, los lobos entraron con fauces ávidas de sangre en el redil de la antropología de la persona. Y uno de los lobos que, pretextando una justa defensa de los animales, recorta la humanidad de los humanos es Singer.

Se supone que la condición que convierte a un animal humano en persona es la “autoconciencia”. Pero, argumenta el profesor Singer, hay animales humanos que carecen de tal propiedad: un embrión todavía no la tiene, un discapacitado psíquico y muchos enfermos mentales tampoco la poseen, un enfermo terminal en estado de coma sería otro caso, etc. Con tales precisiones, Singer traza peligrosamente dos esferas disjuntas: la animalidad desnuda de un individuo miembro de la especie Homo sapiens, por un lado, y la plena posesión de una propiedad como la “autoconciencia” que, además de existir en humanos sanos y desarrollados a partir de cierta fase, también está supuestamente presente en otras especies de vertebrados superiores, animales dotados de un sistema nervioso complejo y evolucionado, como es el caso de los grandes simios.

Como se puede apreciar, hemos vuelto a los nefastos tiempos de la sofística. Se parte de una propiedad que, apriorísticamente, se supone definitoria de lo humano para, acto seguido, deslindar quiénes serían personas y quiénes no lo son aun dentro del grupo zoológico humano. Este primer paso coincide plenamente con las ideologías racistas y nazis que en la historia han sido: se arbitran criterios para distinguir qué humanos son personas, y cuáles no lo son, quiénes son superiores y quiénes inferiores… Pero la sofística singeriana prosigue: la cualidad elegida a priori para delimitar qué es persona y qué no lo es no es la posesión de un alma inmortal, un espíritu creado por Dios y dotado de libre albedrío… no es nada de esto. La propiedad elegida es la autoconciencia, entendida como ese caso particular de conciencia no ya de un objeto inmediatamente presente ante los sentidos del animal, sino la conciencia de ser consciente, el sentido de que hay un objeto especial en la experiencia del animal, cual es el propio sujeto que sabe de sí mismo. Tal propiedad, a diferencia de la posesión de un alma racional, libre y eterna, se supone que es verificable empíricamente.

Este es el punto. Ser persona o no serlo no es cuestión verificable empíricamente, como piensa esta literatura utilitarista anglosajona. Es una cuestión metafísica, que atañe a la condición con la que el Creador nos trajo al ser. Por accidente, quien es sustancialmente persona no puede –a veces- obrar como persona: quien posee el cerebro dañado gravemente, sufre de malformaciones genéticas, etc. Pero es de todo punto preciso invocar aquí a la metafísica clásica: un plano es el de lo sustancial (se es persona o no se es) y otro el accidental (se puede ejercer plenamente como sujeto personal o no se puede ejercer por culpa de una incapacidad). La metafísica clásica y la metafísica cristiana saben que el obrar sigue al ser, y que no hay accidente si antes no hay sustancia. Negar a un embrión o a un niño pequeño su condición de persona porque “aún no” es capaz de autoconciencia o “aún no” es capaz de poseer sus actos ni ser dueño de los demás ámbitos de su humanidad es un verdadero crimen metafísico, amén de crimen ético. Porque lo exigible respecto de un ser que precisa de un despliegue natural de sus capacidades, es que éste pueda pasar de la potencia al acto. Hay que dejarle vivir para que ejerza su condición de persona. El embrión o el niño pequeño están ya aquí, en este mundo, con el fin de poder llegar a desarrollar sus potencialidades como persona, y la interrupción de ese despliegue –por aborto o por infanticidio- es aniquilación de la persona, haya tenido tiempo o no la criatura de poder ejercerse como persona: ¡Ya lo era desde el principio! ¡Singer justifica el crimen, el genocidio de humanos pretextando que “aún no” son personas!

Es tan criminal la visión sofística de Singer, que no merecería escribir una sola línea más para rechazarla. Además, es tan burda y enfermiza su lógica, tan trapacera su maniobra tendente a distinguir, por un lado humanos de primera y humanos de segunda, y por otra, es tan burda su asimilación entre grandes simios y humanos, que no acertamos a entender cómo y por qué han tenido tanto éxito. Sin duda, estas ideas cuentan con el respaldo de grandes poderes económicos, interesados como están en “borrar fronteras”. ¿Qué otra cosa ha hecho el capitalismo en el último medio milenio? Borrar fronteras: especialmente fronteras ontológicas. El Capital no desea sino un mundo fluido, que no presente barreras a la valorización. Todo es mercancía, todo es susceptible de ser vendido, comprado, transformado en mercancía. Un último reducto de esta mercantilización absoluta y universal es la persona humana.

Singer, al igual que Klaus Schwab o Yuval Noah Harari, forman parte de ese triste elenco de neonazis que, desde el poder del dinero, pretenden abolir a la persona humana. Bien sea equiparándola a una bestia, bien sea hibridándola con una máquina, estos líderes mundiales abogan por una transformación tecnológica no ya del mundo, la cual lleva siglos en marcha, sino transformación de la propia persona humana. Transformación que significa su fin: el Capital ha decidió que le “sobra” el ser humano como sustancia espiritual, dotada de libre albedrío y valor infinito, como ser llamado a la trascendencia y a la inmortalidad… le sobra.

Los transhumanistas son los nazis del Gran Capital: ellos se autoposicionan como miembros de una élite, se autoerigen como “personas” o simios máximamente evolucionados. El resto será ganado humano y papilla comercializable y, dado el caso, susceptible de ser suprimida.

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