Iglesia

CRISTO DE NUEVO CRUCIFICADO

Por: Alfredo Gildemeister

Estamos en plena semana santa y recordamos la pasión de Cristo, la meditamos y tratamos de entenderla e interiorizar en ella. Fue un hecho que sucedió hace poco menos de dos mil años. Hecho comprobado por la historia, testimonios y documentos que así lo señalan.

Pero ¿Podemos estar seguros que solo se trata de un hecho del pasado? ¿No podría ser más bien todo lo contrario, esto es, que la pasión y crucifixión de Cristo no sea solo un hecho del pasado sino del presente? ¿Acaso Cristo no viene siendo crucificado prácticamente a diario, es decir, todos los días?

Hace unos años leí una hermosa novela del escritor griego Nikos Kazantzakis, publicada por primera vez en 1948, titulada “Cristo de nuevo crucificado”. Conocía a este autor por otras obras suyas como “Zorba el griego” o “El pobre de Asís”, bello relato esta última novela sobre la vida de San Francisco de Asís. La novela a la que me refiero sucede en el año de 1922, en un pueblito de Anatolia llamado Likóvrisi, cuyos habitantes se disponen a celebrar la Semana Santa. Para ello, tal como sucede todos los años aquí en Cañete, por ejemplo, y en muchos pueblos y zonas del Perú, los pobladores representan la pasión de Cristo.

En la novela de Kazantzakis, el Consejo de Ancianos elije entre los pobladores de Likóvrisi, a las personas que van a representar a los personajes de la pasión: Cristo, judas, Pedro, Juan, los demás apóstoles, etc. y la trama de la novela ocurre de tal manera que el hombre que hace de Cristo muere efectivamente quedando como mensaje de la novela que, si Cristo volviera hoy a la Tierra, posiblemente sería crucificado nuevamente.

Volviendo a nuestra pregunta inicial, siendo la crucifixión de Cristo un hecho real ocurrido en el pasado. Sin embargo, ¿No se crucifica aún hoy a Cristo todos los días? De un lado, sabemos que en la Santa Misa, se recrea de manera incruenta nuevamente la crucifixión de Cristo. El sacerdote convierte el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Vivimos nuevamente la pasión del Señor. Pero adicionalmente a la Santa Misa, ¿No crucificamos a diario nuevamente a Cristo cuando con nuestras conductas, acciones u omisiones, olvidamos su mandamiento más importante como el amor a Dios con todo tu corazón, alma, mente y fuerzas, y al prójimo como a ti mismo? (Marcos 12.30) Un mandamiento tan sencillo y tan fundamental, pero para muchos difíciles de vivir.

Aún recuerdo cuando a mis 18 años, vi la catedral de Notre-Dame por primera vez. Su belleza era cautivante. Emplazada en medio de la isla de La Cité, en el medio de Paris, la majestuosidad de sus torres, así como su alta e increíble aguja, se yerguen sobre la ciudad, pudiendo apreciarse desde muy lejos. Subí a una de sus dos torres por una estrecha escalera lateral, una muy antigua escalera de piedra en donde no paraba de dar vueltas y vueltas a medida que iba subiendo a lo alto de la torre, llegando casi a marearme.

Al llegar al balcón de la torre, lo primero que veo son unas aterradoras gárgolas que observan la ciudad de París. La vista de la ciudad es espectacular y cualquiera diría que las espantosas gárgolas custodian la ciudad desde lo alto. Se me vino a la mente la imagen del jorobado Quasimodo correteando y mirando hacia la plaza de abajo, atento a los encantos de la bella gitana Esmeralda, tal como lo narra Víctor Hugo en su maravillosa y conocida novela. El interior de la catedral es de una belleza muy especial. Construida en estilo gótico, sus techos y especialmente sus rosetones son de una hermosura impresionante. Notre-Dame es París y es el corazón de Francia y de todos los franceses.

 

Cuando hoy veo a Notre-Dame incendiándose, destruyéndose, ver a su hermosa aguja caer estrepitosamente al vacío como una antorcha prendida, y ver en medio del fuego y del humo brillar una cruz en la pared del fondo de la nave principal, pienso en Cristo de nuevo crucificado, ultrajado. Luego de quince horas los bomberos logran apagar el fuego.

En esos momentos ocurre el primer milagro: una estatua de la Virgen María colocada encima de un pilar, de allí que la denominen la Virgen del Pilar o Virgen de Notre-Dame, se mantenía incólume sin un rasguño, en el mismo lugar en donde siempre estaba. Es la imagen más venerada de Notre-Dame. El techo incendiado y los escombros ardientes cayendo al vacío no lograron destruirla. Al poco rato, el segundo milagro: el capellán de la brigada de bomberos, padre Jean-Marc Fournier, salva, entre otras cosas, la Corona de Espinas y el Santísimo Sacramento del fuego. Así mismo, más milagros vienen ocurriendo: se recupera de entre los escombros el gallo que coronaba la aguja ya caída el cual contenía en su interior las reliquias de Santa Genoveva Patrona de Paris y de San Dennis, otro de los patronos de la ciudad. Debemos recordar que, en los últimos días, doce iglesias han sido profanadas o saqueadas e inclusive algunas incendiadas en Francia. No es pues una casualidad lo ocurrido en la catedral de Notre-Dame, emblema de la Francia católica, por más que hasta el momento las investigaciones indiquen un posible “accidente” en el andamiaje construido alrededor de la aguja.

Sea como sea, vemos a diario como Cristo es nuevamente crucificado, humillado y ultrajado. Su pasión continúa a diario. Sin embargo, también hemos podido apreciar como en medio de esta tragedia para Francia, miles de franceses han empezado a rezar y a cantar a la Virgen por las calles. Notre-Dame renacerá de entre las cenizas. La Francia Católica renacerá con fuerza. Son las propias palabras de Cristo que dirigiera a Pedro cuando lo nombrara primer papa, palabras que tranquilizan y sostienen en la fe: “Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16-18). Que esta semana santa sea motivo de reflexión, de un recomenzar en nuestras vidas y que seamos conscientes que no solo de pan vive el hombre “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4-4).

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