
Por: Luciano Revoredo
Martín Vizcarra, que alguna vez se vendió como un paladín de la lucha contra la corrupción, ha vuelto a mostrar su verdadero rostro al anunciar que no asistirá a la Comisión Permanente del Congreso, donde se debatirá y votará el informe final que lo acusa constitucionalmente por la disolución del Congreso en 2019. Este acto de cobardía no es más que otra maniobra desesperada de un hombre que ha acumulado un historial de escándalos, traiciones y negligencia que han costado vidas y sumido al Perú en el caos. Vizcarra no merece la libertad que hoy disfruta; merece responder desde una celda por los innumerables delitos que pesan sobre sus hombros.
La disolución del Congreso en septiembre de 2019 fue presentada por Vizcarra como un acto heroico para “salvar la democracia” y combatir la corrupción legislativa. Sin embargo, este movimiento no fue más que un golpe artero contra las instituciones, una jugada calculada para consolidar su poder y evadir el escrutinio que merecía su gestión. Aprovechándose de la figura de la “cuestión de confianza” y manipulando a una opinión pública anestesiada por los medios de comunicación cómplices del sátrapa moqueguano, Vizcarra cerró un Congreso que, aunque imperfecto, representaba la voluntad popular. Hoy, él mismo se niega a enfrentar las consecuencias de ese acto, escudándose en una supuesta legitimidad que el Tribunal Constitucional avaló en un fallo cuestionable. Su ausencia en la Comisión Permanente no es un gesto de dignidad, sino de desprecio por la rendición de cuentas.
Si algo define a Vizcarra, es la hipocresía. Mientras agitaba la bandera anticorrupción, su gestión se vio envuelta en escándalos que lo desenmascararon como un participante activo en las prácticas que decía combatir. El caso del “Club de la Construcción” es solo la punta del iceberg: se le acusa de haber recibido sobornos por más de 2.3 millones de soles cuando era gobernador de Moquegua, a cambio de favorecer a empresas constructoras en licitaciones públicas. Testimonios de ejecutivos de ICCGSA y otros implicados lo señalan directamente como el beneficiario de coimas, un delito que él niega con cinismo, pero que las pruebas y las investigaciones fiscales respaldan cada vez más.
Basta recordar “Richard Swing”, donde un cantante sin credenciales obtuvo contratos por 175 mil soles con el Ministerio de Cultura bajo su gobierno, en plena pandemia. Este episodio no solo reveló el amiguismo y la frivolidad de su administración, sino también su incapacidad para priorizar los recursos del Estado en un momento de crisis. Mientras los peruanos morían por falta de oxígeno y camas UCI, Vizcarra permitía que el erario público se despilfarrara en favores personales.
El manejo de la pandemia por parte de Vizcarra es, sin duda, uno de sus pecados más graves. Perú se convirtió en uno de los países más golpeados por el COVID-19 con un sistema de salud colapsado que él no supo fortalecer a tiempo. La adquisición de 1.4 millones de pruebas rápidas defectuosas, en lugar de pruebas moleculares efectivas, fue una decisión criminal que condenó a miles a la incertidumbre y la muerte. Hospitales sin oxígeno, médicos sin equipos de protección y una economía devastada por una cuarentena mal planificada son el legado de un hombre que prefirió la improvisación a la responsabilidad.
El escándalo del “Vacunagate” terminó de desnudar su falta de moral: mientras el país agonizaba, Vizcarra y su entorno se vacunaron en secreto con dosis de Sinopharm en octubre de 2020, meses antes de que la vacunación llegara al pueblo. Este acto de privilegio y abuso de poder no solo traicionó la confianza de los peruanos, sino que evidenció que su supuesto compromiso con el bienestar colectivo era una farsa.
Martín Vizcarra es un cáncer que el Perú debe extirpar de raíz. Las acusaciones de organización criminal, cohecho, colusión agravada y el genocidio silencioso de la pandemia no son meros rumores; son una sentencia escrita con la sangre de miles de peruanos y el sudor de un pueblo traicionado. Su destitución y la inhabilitación, son poco. Vizcarra debe ser arrancado de su escondite, juzgado y condenado a una prisión donde las paredes le recuerden cada día el peso de sus crímenes. Que su cobarde huida del Congreso sea el último insulto que el Perú tolera.
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