Por: José Antonio Anderson
El siglo XVII es considerado uno de los periodos más ricos de la historia francesa. Alrededor de sus 25 años, hacia 1605, Vicente de Paul ya es sacerdote, un tanto hosco y con aspiraciones temporales, pero tiene en el fondo un corazón particularmente sensible. Inesperadamente recibe una donación importante de una buena anciana; pero, tuvo que viajar hasta Marsella para poder cobrar al deudor de dicha donante. Cobrada la mayor parte de la acreencia, una considerable suma que jamás habría imaginado, se dispuso a regresar a Toulouse, pero para ahorrar tiempo de viaje prefirió ir por mar de Marsella a Narbona, para luego enrumbar por tierra a Toulouse, sin presagiar que tres bergantines turcos asechaban junto a las costas. Eran corsarios berberiscos de Túnez, dedicados a atacar a las galeras del Mediterráneo y a traficar con esclavos cristianos. Cercada la embarcación francesa, procedieron al feroz abordaje y luego de varias bajas en ambos bandos tomaron la embarcación, y a sus pasajeros ya rendidos, tras atarlos, los llevaron a Túnez con el fin de venderlos como esclavos.
Luego de exhibirlos como objetos, y después de una revisión humillante de la dentadura y el cuerpo de los esclavos, Vicente fue vendido a un pescador; después de un tiempo, fue transferido a un pintoresco médico alquimista y medio brujo; y, finalmente, fue vendido a un amo que había renegado de la fe católica, quien se lo llevó al interior del país, para cavar la tierra en sus campos, bajo el ardiente sol del norte de África.
Su amo tenía tres mujeres. Dos de ellas mostraron interés y afecto al cautivo. Una era cristiana; la otra, musulmana. Esta última gustaba de ir al campo en que cavaba Vicente y le invitaba a cantar. Vicente, entonó entonces con nostalgia y profundo sentimiento, con lágrimas en los ojos, el Salmo de los hijos de Israel cautivos en Babilonia: “A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión; en los álamos de la orilla teníamos colgadas nuestras cítaras. Allí nos pidieron nuestros deportadores cánticos, nuestros raptores alegría «¡Cantad para nosotros un cantar de Sión!» Pero, ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh en una tierra extraña? (Salmo 137, 1-4).” Conmovida por la intensidad de la oración de Vicente, y al escuchar la armoniosa melodía que producía al entonar el Salve Regina, la musulmana quedó grandemente maravillada, y presionó finalmente a su marido para la liberación del esclavo.
Vicente mismo relata en la Carta del cautiverio que “Dios mantuvo siempre en mí una esperanza de liberación, gracias a las asiduas plegarias que le dirigía a Él y a la santa Virgen María”. Esta extraña experiencia de esclavitud, marcaría la vida de Vicente, quien al ser finalmente liberado y de regreso a Francia, nunca volverá a ser el mismo. Cada vez que se le presentaba la ocasión de disfrutar de los beneficios, bienes, y comodidades muy humanas, pero muy burguesas y narcotizantes, le retumbaba nuevamente en la cabeza la interrogante del Salmo del cautiverio: ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh en una tierra extraña?, a lo que añadiríamos ¿cómo ser indiferente frente al sufrimiento del que está a nuestro costado? ¿cómo alegrarnos si el del costado sufre terriblemente no solo de males físicos, sino de males psicológicos y de males espirituales? En el mundo los males más terribles no solo son los del hambre de pan, sino sobre todo el vacío de una existencia sin sentido, carente de trascendencia.
A principios de 1617, Vicente se hallaba en Folleville, una localidad de Normandía, cuando de pronto se le llamó a la aldea cercana de Gannes para confesar a un campesino enfermo que pedía ayuda para morirse en paz. Vicente se aproxima con absoluto respeto, sondea las heridas del alma con prudencia y dulzura. Llegando a la esfera sensible, lo anima para efectuar una confesión general. Éste acepta porque Vicente no se transmite a sí mismo, el campesino ve en los ojos de Vicente el Amor y la Misericordia de Dios mismo; hace confesión general y escucha en la absolución la clemencia del propio Señor: “Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo: «He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado.» (Isaías 6, 6-7.)”; y, liberado al mismo tiempo del mal y de su causa, curado de sus remordimientos y de su vergüenza, es invadido de un gozo incontenible, comparable al de los caminantes de Emaús quienes al abrírseles los ojos y reconocer al Señor “se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc. 24, 32).”
El campesino de Gannes no cesa, durante los tres días que sobrevive, de manifestar públicamente la liberación de la que ha sido objeto. El Señor se le había manifestado igual que lo hizo con el joven rico: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme.» (Mc. 10, 21)”. Así como la palabra del Señor es como una espada de dos filos, la mirada del Señor es penetrante, “…fijando en él su mirada, le amó…”, sondea los corazones, conoce el alma, desvela el interior de cada uno, revela al hombre su mismidad. Nada hay que se le resista y ninguna realidad le es ajena. San Agustín diría “Dios está en lo más interior de mi propia intimidad”.
Conmovida por el acontecimiento del campesino de Gannes, la señora de Gondi le pidió a Vicente que predicara en la iglesia de Folleville sobre la confesión general, sobre su importancia y la manera de hacerla bien, y ella eligió el 25 de enero, día en que la Iglesia celebra la conversión de San Pablo. Vicente obedeció con prontitud, preparó en oración el sermón, y luego esperó a los penitentes en el confesionario. Vicente se dispuso a escuchar las voces susurrantes de las gargantas anónimas a través de la rejilla del confesonario. Pero no fueron pocos los que acudieron a arrodillarse ese día. Aquel sermón tuvo un maravilloso éxito que tuvieron que pedir ayuda a los jesuitas de Amiens para que acudiesen a apoyarle a confesar a cientos y cientos de penitentes. Nada de eso hubiera ocurrido si el Espíritu no hubiese estado presente, pues repito, Vicente no se transmite a sí mismo.
Un domingo, mientras se revestía para la Misa, la señora de Chaissagne entró a la sacristía para decirle que, en las afueras del pueblo, una pobre familia se encontraba en estado de extrema necesidad. Todos estaban enfermos y no tenían a nadie que los asistiera. Carecían además de medicinas y alimentos. Vicente sintió oprimírsele el corazón. En la homilía expuso a los fieles con acentos conmovedores la necesidad de aquella familia. Su persuasión fue contagiosa, pero nuevamente, nada hubiera ocurrido si el Espíritu no hubiese soplado, o como él diría, “Dios tocó el corazón de los oyentes”.
Por la tarde, Vicente, se puso en marcha para visitar a aquella familia. Por el camino encontró una gran cantidad de personas que iban a la casa de la desdichada familia, con el corazón inflamado de caridad y con las manos llenas de toda clase de ayuda. Parecía una multitudinaria procesión.
Vicente llegó y comprobó por sí mismo la extrema necesidad de la pobre gente. Administró los sacramentos a los más graves. Vio también la gran cantidad de ayuda material que los feligreses habían aportado. “Estos pobres enfermos, dijo, hoy han recibido de golpe provisiones de sobra. Parte de ellas se les estropearán, y volverán luego a su primera necesidad”. De ahí nace la urgencia de organizar esa caridad hacia los pobres, y a eso dedica el resto de su vida.
Vicente nunca fue un místico, no se le conocen éxtasis ni arrebatos místicos, es ante todo un personaje pragmático y con el sentido de la organización muy desarrollado. De manera sistemática se dedica a organizar a sus colaboradores para ordenar esa “caridad” hacia aquellos que además de sus miserias corporales, soportaban el peso de su alejamiento de Dios. De ese modo se inició
la “caridad organizada” de Vicente, que contribuyó a transformar el siglo XVII, el gran siglo francés, básicamente a través de la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad, que harán que llegue a los más pobres, la Misericordia misma que brota del Corazón del Señor Jesús, porque repito una vez más, él no se transmite a sí mismo, sino que puede decir con el Profeta “El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, a proclamar un año de gracia de Yahveh… para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido… (Isaías, 61, 1-3).”