Por: Bruno
Leo con asombro y tristeza la carta que escribió el Papa Francisco a los dubia presentados por cinco cardenales sobre los temas que van a debatirse en el tristemente famoso Sínodo de la sinodalidad. No vamos a entrar en si fue redactada por el propio Papa o por el cardenal Fernández. En realidad da igual: está firmada por el Papa y eso es lo que importa.
Esta “respuesta”, como era de prever dada la confusión actual, no responde a las preguntas, sino que se limita a confundir más las cuestiones en lugar de aclararlas, una forma de actuar que, hasta donde puedo ver, es inédita en el Magisterio de dos milenios de historia de la Iglesia. Desgraciadamente, eso no es lo peor y decía que he leído la respuesta con asombro y tristeza porque me veo obligado a concluir que no es simplemente confusa y errónea, sino que ni siquiera cumple los requisitos mínimos para ser considerada cristiana. Al menos a mi (falible) juicio. Vamos a verlo brevemente.
En la respuesta se encuentran afirmaciones asombrosas, que, hasta donde puedo ver, en cualquier momento de la historia de la Iglesia (excepto el presente, por lo visto), habrían recibido una condena universal por parte de todos los católicos. Por ejemplo:
“f) Por otra parte, es cierto que el Magisterio no es superior a la Palabra de Dios, pero también es verdad que tanto los textos de las Escrituras como los testimonios de la Tradición necesitan una interpretación que permita distinguir su substancia perenne de los condicionamientos culturales. Es evidente, por ejemplo, en los textos bíblicos (como Éx 21,20-21) y en algunas intervenciones magisteriales que toleraban la esclavitud (cf. Nicolás V, Bula Dum Diversas, 1452). No es un tema menor dada su íntima conexión con la verdad perenne de la dignidad inalienable de la persona humana. Esos textos necesitan una interpretación. Lo mismo vale para algunas consideraciones del Nuevo Testamento sobre las mujeres (1 Cor 11,3-10; 1 Tim 2,11-14) y para otros textos de las Escrituras y testimonios de la Tradición que hoy no pueden ser repetidos materialmente”.
Esto es, sencillamente, increíble. Es dogma de fe que la Sagrada Escritura está libre de error. El Concilio Vaticano II recordó esta verdad básica de la fe católica: “Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (Dei Verbum 11). Si alguien no reconoce esta verdad fundamental y evidente de que la Palabra de Dios no se equivoca, no puede ser considerado ni siquiera cristiano, mucho menos católico.
Nunca creí que vería el día en que un documento pontificio se dijera, con toda naturalidad, que “algunas consideraciones del Nuevo Testamento sobre las mujeres” y otras cuestiones “hoy no pueden” ser repetidas “materialmente” por la Iglesia. ¿Y qué vamos a repetir entonces? ¿Lo que dicen los vedas, El Capital o El arte de besar? Si eso no es ponerse por encima de la Palabra de Dios no sé lo que es. Con ese criterio, se puede enseñar cualquier cosa. Hoy ya no se puede repetir lo que dice la Palabra de Dios sobre las mujeres, mañana no se aceptará lo que dice sobre las parejas del mismo sexo o sobre el adulterio y pasado mañana le tocará al asesinato (al menos para niños y ancianos), a la resurrección de Cristo o a la Santísima Trinidad. Un completo despropósito.
Decía que este criterio no es ni siquiera cristiano porque disuelve por completo la fe y a la misma Iglesia. A fin de cuentas, la misión de la Iglesia en su conjunto y del Magisterio en concreto es transmitir la Revelación de Jesucristo, contenida en las dos fuentes gemelas de Escritura y Tradición. Si el Magisterio, en vez de transmitir lo revelado, pasa a elegir qué partes de la Escritura y la Tradición se pueden “repetir materialmente” y qué partes no porque ya están obsoletas, ha convertido al Papa en fuente de la revelación, en una especie de nuevo Mesías, mejor y más misericordioso que Jesucristo. Es una idea por completo incompatible con la fe.
En cuanto a la esclavitud y brevemente para no alargarnos, es lamentable que el documento haga uso de un bulo anticatólico muy extendido, al afirmar que la Iglesia ha cambiado de opinión con respecto a la esclavitud (¡y además lo ha hecho abandonando lo que afirma la Escritura sobre el tema!). La realidad, evidente para cualquiera que sabe algo de moral, es que lo moral e inmoral no son los nombres. La palabra “esclavitud” no es moral ni inmoral y se ha referido a lo largo de la historia a realidades variadísimas, desde los trabajos forzados a la servidumbre de la gleba, los trabajos para saldar una deuda, la prisión, etc. Algunas de esas realidades son intrínsecamente rechazables y otras no lo eran necesariamente en sus circunstancias.
Lo inmoral, que siempre ha sido condenado por la Iglesia y por la Palabra de Dios, es tratar a una persona como si fuera un objeto. En ese sentido, por ejemplo, las leyes sobre la esclavitud existentes en Norteamérica (la llamada “chattel slavery”, que consideraba objetos a los esclavos) permitían que los amos vendieran a los hijos de los esclavos, los maltrataran cruelmente, se acostaran con las esclavas a voluntad y un largo etcétera y, por lo tanto, eran evidentemente inmorales, no por la palabra “esclavitud”, sino por esas inmoralidades que permitían. En cambio, en los países católicos se entendía que esas inmoralidades debían estar prohibidas, porque el hecho de que alguien, jurídicamente, tuviera la condición de “esclavo” no significaba que dejara de ser una persona. Del mismo modo, San Pablo, cuando habla a un amo sobre su esclavo escapado Onésimo, le dice que lo trate como a un “querido hermano en el Señor”, como una persona y no como un objeto de su posesión, rechazando así cualquier inmoralidad. Es decir, no ha cambiado la doctrina moral sobre esta cuestión, porque lo que hoy es inmoral también lo era hace mil años, aunque por supuesto hayan cambiado los juicios prudenciales sobre estructuras jurídicas que dependen de las circunstancias. Es tristísimo que un documento papal aproveche falsas acusaciones anticristianas para “demostrar” así que la doctrina católica puede cambiar.
Asimismo, en la respuesta papal se afirma que “la Iglesia debe discernir constantemente entre aquello que es esencial para la salvación y aquello que es secundario o está conectado menos directamente con este objetivo”. Eso es cierto, pero irrelevante para la pregunta de los cardenales, a no ser que, como parece, por “distinguir” se esté entendiendo abandonar lo que no nos gusta y que, precisamente para eso, hemos calificado de secundario, como, por ejemplo, la enseñanza de la Iglesia sobre la inmoralidad del adulterio, la existencia de actos intrínsecamente malos, la licitud de la pena de muerte, la imposibilidad de que Dios quiera que pequemos en algunas ocasiones, el hecho de que Dios siempre da la gracia necesaria para no pecar o la existencia de la guerra justa, doctrinas todas ellas que han sido negadas en diversos documentos o declaraciones de este pontificado.
En la misma línea de confusión aparentemente deliberada, se nos asegura que “cada línea teológica tiene sus riesgos pero también sus oportunidades”. Esto es un evidente despropósito. La “línea teológica” de Lutero, Calvino, Tyrrell o Cerinto, por dar cuatro ejemplos, no tenía simplemente “riesgos” y “oportunidades”. Eran herejías, errores mayúsculos que apartaban a los fieles de la verdadera fe. Por eso la Iglesia determinó que no cabían en la Iglesia. Esa pretensión moderna de que todo es bueno y no hay nada malo (excepto defender la fe católica de siempre) no es más que una aplicación de dos viejos refranes castellanos: de noche todos los gatos son pardos y a río revuelto, ganancia de pescadores. Es decir, es un claro intento de introducir la confusión para poder llevar a cabo los cambios deseados, sin que se note mucho que son opuestos por completo a la fe católica. Ay de los que llaman mal al bien y bien al mal, dice Isaías (aunque a lo mejor es una de esas afirmaciones de la Palabra de Dios que no se pueden “repetir materialmente”, quién sabe).
Con respecto a las parejas del mismo sexo, abundan en el texto las simplificaciones engañosas. Por ejemplo, se nos asegura que la Iglesia “evita todo tipo de rito o de sacramental que pueda contradecir esta convicción [de que el matrimonio es entre un hombre y una mujer] y dar a entender que se reconoce como matrimonio algo que no lo es”. Esto es una simplificación evidentemente engañosa porque omite lo más importante: la Iglesia no solo enseña que esas uniones no son matrimonio. La fe católica enseña también que son gravísimamente inmorales, contrarias a la ley de Dios y, por su propia naturaleza, conducen al infierno y no al cielo. ¡Por eso no se pueden bendecir y no por cuestiones de apariencias!
También se simplifica engañosamente cuando se nos dice que “no podemos constituirnos en jueces que sólo niegan, rechazan, excluyen”. Esto es engañoso porque no existe absolutamente nadie en el mundo que solo niegue, rechace o excluya. Lo que se hace es negar, rechazar o excluir lo que vulnera la Ley de Dios, como siempre ha hecho la Iglesia, porque no puede hacer otra cosa. En esto no puede haber ninguna duda y ciertamente no tiene nada que ver con “constituirnos en jueces”, sino en reconocer que el Juez divino ha hablado sobre esta cuestión y nosotros no podemos hacer más que aceptar lo que Dios manda. Obedecer y recordar lo que ha dictaminado el mismo Dios es lo contrario de constituirse en jueces, es constituirse en siervos y discípulos. En cambio, rechazar la Ley de Dios sí que es constituirse en jueces por encima del único Juez.
Asimismo, se nos dice que es necesario “que no sólo la jerarquía sino todo el Pueblo de Dios de distintas maneras y en diversos niveles pueda hacer oír su voz y sentirse parte en el camino de la Iglesia”. Lo que se oculta con esta respuesta aparentemente tan bonita es que quien hace “oír su voz” contra la doctrina de la Iglesia, por ese mismo hecho no es parte del Pueblo de Dios. Si la sinodalidad, como estamos viendo y como ya sucedió en los sínodos anteriores, consiste en abrir la veda para que todo el mundo pueda negar sin consecuencias lo que enseña la Iglesia y para que se acepte la posibilidad de aceptar esas negaciones de la fe, eso no tiene nada que ver con el sensus fidei, ni con el “camino de la Iglesia” ni con nada lejanamente católico. Es, simplemente, la confusión de Babel elevada de forma blasfema al rango de Pentecostés.
También se nos asegura que la enseñanza de la Iglesia sobre la diferencia esencial entre el sacerdocio sacramental y el sacerdocio común de los fieles (señalada con toda claridad por el Concilio Vaticano II) equivale a decir que “no es conveniente sostener una diferencia de grado que implique considerar al sacerdocio común de los fieles como algo de ‘segunda categoría’ o de menor valor (‘un grado más bajo’). Ambas formas de sacerdocio se iluminan y se sostienen mutuamente”. Esto es asombroso. Precisamente, el hecho de que la diferencia sea esencial indica que no se puede hacer esa equiparación, que pone todo al mismo nivel, en la que los sacerdotes ordenados iluminan a los seglares y los seglares iluminan a los sacerdotes, como si, en la práctica, todos fueran lo mismo. La realidad es que una diferencia esencial y cualitativa implica ministerios esencialmente distintos y que el triple munus de enseñar, santificar y gobernar se ha encomendado al sacerdocio ordenado por voluntad de Dios. Los seglares podemos y debemos colaborar con los clérigos, pero este intento de usurpar su misión específica y distinta (manifestado en el hecho delirante de que se permita votar a los laicos en el Sínodo de los Obispos como si diera igual ser obispo que seglar) es completamente contrario a la doctrina de la Iglesia.
De nuevo, se intenta sembrar la confusión en lugar de dar claridad cuando se nos asegura que no se conoce del todo la “naturaleza exacta” de la “declaración definitiva” que hizo Juan Pablo II de que la Iglesia no puede ordenar mujeres. Ante esta afirmación, creo que conviene hablar con claridad: todo el mundo conoce la “naturaleza exacta” de lo que enseñó Juan Pablo II sobre la ordenación de mujeres excepto los que se empeñan en negarlo contra viento y marea. A fin de cuentas, la doctrina de que la Iglesia no está facultada para ordenar mujeres ha sido enseñada siempre por el Magisterio, sigue el ejemplo del mismo Cristo y es parte de la fe católica. Recogiendo una larga sucesión de textos magisteriales sobre el mismo tema, San Juan Pablo II enseñó que:
“Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (Ordinatio Sacerdotalis)
Por si eso fuera poco, la Congregación para la Doctrina de la Fe declaró un año después que “la Iglesia no tiene facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres” y que esa verdad, “exige un asentimiento definitivo”, está “basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio”, “se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe” y “ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal” (Congregación para la Doctrina de la Fe, respuesta a dubia del 28 de octubre de 1995).
En principio, uno pensaría que “infalible”, “definitivo”, “Palabra de Dios”, “Tradición” y “depósito de la fe” bastan para que un tema quede perfectamente claro para los católicos. Sin embargo, aparentemente, el autor del documento, sea el propio Papa o el cardenal Fernández, no lo tiene claro.
Hay algunos párrafos de la carta papal que a uno le dejan patidifuso, por la confusión que muestran:
“Hay muchas maneras de expresar el arrepentimiento. Frecuentemente, en las personas que tienen una autoestima muy herida, declararse culpables es una tortura cruel, pero el sólo hecho de acercarse a la confesión es una expresión simbólica de arrepentimiento y de búsqueda de la ayuda divina”
No. Esto es un mero intento de marear la perdiz. El arrepentimiento es el arrepentimiento. Todo lo demás estará muy bien y Dios sin duda lo tendrá en cuenta, pero no es arrepentimiento. Y sin arrepentimiento, incluido el propósito de la enmienda, no hay ni puede haber perdón de los pecados. Esto es dogma de fe y nadie lo puede cambiar, como enseña infaliblemente el Concilio de Trento al afirmar que es parte de la materia del sacramento (can IV, sesión XIV). Si una persona va a confesarse con la intención de seguir adulterando (que es de lo que estamos hablando), no tiene arrepentimiento. Cualquier intento de oscurecer este hecho básico es, en realidad, una excusa para considerar que algunos pecados, que están de moda en nuestro tiempo, ya no son verdaderamente pecados.
Me horroriza también que en este documento, siguiendo una lamentable práctica que hemos observado en varias ocasiones (empezando por Amoris Laetitia), se cite a San Juan Pablo II para decir exactamente lo contrario de lo que él enseñaba. Por ejemplo, se nos dice que “siguiendo a san Juan Pablo II, sostengo que no debemos exigir a los fieles propósitos de enmienda demasiado precisos y seguros, que en el fondo terminan siendo abstractos o incluso ególatras”. La diferencia, por supuesto, está en que San Juan Pablo II, como todos los moralistas católicos, sabía que el propósito de la enmienda no asegura que uno vaya a actuar bien, igual que sucede con los demás propósitos. Uno puede tener propósito de no volver a pecar y, aun así, al día siguiente peca, porque somos débiles. Nada tiene esto que ver con la situación que ha permitido y promovido el Papa Francisco, en la que a personas sin ningún propósito de la enmienda (porque no piensan dejar de adulterar con su nueva pareja) se les da (inválidamente) la absolución y se les permite recibir la Comunión. Esto es la ausencia de arrepentimiento y, repitámoslo, hace imposible recibir el perdón.
En la misma línea, se nos asegura que “todas las condiciones que habitualmente se ponen en la confesión, generalmente no son aplicables cuando la persona se encuentra en una situación de agonía, o con sus capacidades mentales y psíquicas muy limitadas”. Esto, de nuevo, no es cierto. Porque, como hemos visto, las condiciones de propósito de la enmienda y dolor de los pecados son parte esencial del sacramento y, sin ellas, no puede haber absolución, como siempre ha enseñado la Iglesia. Se puede dispensar de lo que es accidental, pero no de lo que es esencial según la enseñanza de la Iglesia.
¿Cómo se intenta escapar a esta evidente doctrina de la Iglesia en el documento? Siguiendo una táctica que ya hemos visto muchas veces: se afirma la doctrina de forma teórica, pero se procede a negarla en la práctica:
“El arrepentimiento es necesario para la validez de la absolución sacramental, e implica el propósito de no pecar. Pero aquí no hay matemáticas y una vez más debo recordar que el confesionario no es una aduana”
Es decir, como “aquí no hay matemáticas” no se puede decir que el arrepentimiento es distinto del no arrepentimiento. ¿Qué pensará el autor que son las “matemáticas”? No son matemáticas, es la verdad más básica. Si el arrepentimiento, incluido el propósito de la enmienda, es esencial para recibir la absolución, eso significa que sin arrepentimiento no hay absolución, aunque lo parezca o aunque un confesor indigno o engañado diga las palabras. Y aunque todo un Papa afirme lo contrario, porque en la Iglesia a quien seguimos es a Jesucristo y su Palabra y si alguien, sea quien sea, se aparta de la fe católica, hay que responder sintiéndolo mucho como San Pablo nos enseñó: anathema sit.
No es extraño que los cardenales autores de los dubia hayan señalado que las respuestas del papa Francisco “no han resuelto las dudas que planteamos, sino que, si acaso, las han profundizado”. Lo mismo me parece a mí. Es tristísimo, como decía al principio, tener que escribir este artículo, pero magis amica veritas. Si en la carta se niegan doctrinas básicas de la fe católica, se siembra la confusión en lugar de la claridad y se niega incluso la lógica más elemental, yo no puedo hacer otras cosa que señalarlo con todo el dolor de mi corazón. Y rezar mucho por el Papa y por la Iglesia.
yo creo que es necesario liberarse de prejuicios y de interpretaciones antojadisimas…. ser irreverente con santo padre habla muy mal de su catolicidad. Bendiciones!