
Por: Federico Prieto Celi
La doctrina definida por la Iglesia en torno a los seres angélicos afirma que los ángeles existen; son seres de naturaleza espiritual; y fueron creados por Dios al comienzo del tiempo. Los ángeles adoran a Dios, contemplan siempre su rostro y le dan gloria en el cielo. Ello constituye la esencia, perfección y felicidad de los ángeles. Es el estado o situación sobrenatural que llamamos cielo, que consiste en ver, amar y adorar a Dios. Los ángeles, asimismo, desempeñan determinados ministerios de salvación en favor de los hombres, como hemos visto en la historia sagrada en los casos de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Dios asigna a todo hombre un ángel de la guarda o ángel custodio. Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. Como dice San Basilio «cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (Eun. 3, 1). La fiesta litúrgica, con misa propia, de los santos ángeles custodios se celebra el dos de octubre de cada año.
También existen los ángeles malos o demonios, que fueron creados buenos, pero se pervirtieron por su propia acción. Los demonios fueron creados por Dios como todos los ángeles: «El diablo y los demás demonios fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero ellos se hicieron malos por sí mismos» (Concilio IV de Letrán). Los demonios han llevado al hombre al pecado: «el hombre pecó por sugestión del diablo». A partir del pecado, los demonios ejercen un cierto dominio sobre la humanidad: el hombre pecador queda de algún modo «bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte, es decir, del diablo» (Denzinger-Schönmetzer, 428 y 788). Este dominio es relativo y no implica derecho ninguno del diablo sobre el hombre. Deriva simplemente de una situación que de momento favorece al enemigo de Cristo. La reprobación de los demonios es eterna, no tendrá lugar, debido a una imposibilidad intrínseca de reforma o cambio, ningún tipo de amnistía divina que pudiera eliminar la condición réproba de Satanás y sus ángeles. El castigo de los demonios no es, por tanto, un castigo temporal.
La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Dios reinó desde el madero de la Cruz” (CIC, 550).
Lucas cuenta que Jesucristo se encontró con un hombre que estaba poseído por unos demonios. Andaba desnudo y vivía entre las tumbas. Cuando el hombre vio a Jesús, cayó ante él, gritando muy fuerte: —¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te suplico que no me atormentes. Es que Jesús ordenaba al espíritu maligno que saliera del hombre. Muchas veces se había apoderado de él y a veces terminaba en la cárcel encadenado de pies y manos, pero el hombre siempre rompía las cadenas. El demonio lo hacía vagar desnudo por lugares solitarios. Entonces Jesús le preguntó: —¿Cómo te llamas? Él contestó:—Legión. Dijo esto porque muchos demonios habían entrado en él. Y ellos le rogaron a Jesús que no les diera orden de irse a la oscuridad eterna. Los demonios rogaron a Jesús que los dejara entrar en unos cerdos que comían en el cerro; y él los dejó. Entonces los demonios salieron del hombre y entraron en los cerdos. Que eran alrededor de dos mil. Todos los cerdos se echaron a correr pendiente abajo por el barranco, cayeron en el lago y se ahogaron. (Mc 5, 1-20). El hombre exorcizado por Jesús quedó sano y libre.