Por: François Bousquet
Las guerras asimétricas son guerras del débil contra el fuerte, del dominado contra el dominante. ¿Y por qué debemos escoger este terreno de la asimetría? Porque es él quien nos ha escogido a nosotros.
¿Qué es el poder? “¡El poder es la impotencia!”, decía de Gaulle, el de Gaulle del final. Pero al comienzo, ¿qué es el poder? Quiero decir: el verdadero poder, el poder por encima del poder, el poder de hablar ex cátedra, de hablar desde la montaña, para sí y para el mundo, urbi et orbi. Este poder sería la dominio de Moisés, de la autoridad moral, de la autoridad religiosa. Es lo que Michel Foucault denominó en su lección inaugural del Collège de France “el orden del discurso”, a través del cual cada sociedad se esfuerza por producir y controlar las creencias colectivas y las representaciones del mundo. Es eso lo que funda la soberanía. Es soberano quien dice: esto es lo bueno, lo bello y lo verdadero, por más que esta bondad sea maldad, esta belleza fealdad, y esta verdad falsedad.
El poder, con otras palabras, es la producción de la palabra autorizada; es el control de lo lícito e ilícito. Es eso que funda la sacralidad de un régimen, cualquiera que sea: la delimitación del perímetro de lo prohibido. Lo que uno tiene el derecho de decir y lo que uno no tiene el derecho de decir. Y que constituye un conjunto de prescripciones imperativas y de proscripciones inviolables. Si uno las viola alguna vez, será enviado ante un tribunal, iba a decir eclesiástico, sin ningún anticlericalismo por mi parte. Es esto lo que fundaba antaño el poder sacerdotal. Este poder por encima del poder es, pues, el encuadramiento de las creencias colectivas. Algo que les concede a los guardianes de las mismas un poder exorbitante y, en particular, un poder de policía, ya que crisparse y petrificarse está en la naturaleza de tales creencias. Sin ello, las mismas corren el riesgo de sufrir un proceso de erosión. Es por ello por lo que se transforman en dogmas. Es por ello por lo que los artículos de fe se convierten en artículos de ley. Es esto el poder, en última instancia. Hay ahí algo como religioso. Al igual que en la teología medieval, cuando lo espiritual mandaba sobre lo temporal, sobre lo político, cuando la corona imperial, heredera del Imperium Romanum, tenía que someterse al Vicario de Cristo, de rodillas, bajo la nieve, en Canossa.
Se me objetará que los tiempos han cambiado, que este poder, aunque se trate de un poder del espíritu, no es rigurosamente espiritual. Lo concedo, por más que sea un subproducto de la religión: esta palabra, “espiritual”, comporta demasiados equívocos. Hablemos más bien de poder simbólico, o por centrarme en mi tema: de poder cultural. Es éste el poder cultural que manda secretamente a todos los demás poderes; es éste el sistema de valores que fija el marco común de referencia.
Es lo que los americanos, siempre tan pragmáticos, denominan la ventana de Oberton, por el nombre de su inventor, Joseph Oberton. ¿Qué es esta ventana de Overton?
Imagínense una habitación en la que hay una sola abertura, una sola ventana. Esta ventana es el abanico de las opiniones, ideas y creencias socialmente aceptables. Todo lo demás, las opiniones, ideas y creencias socialmente inaceptables quedan fuera del marco de la ventana, están fuera de su campo. Pero esta ventana no es una ventana cualquiera, sino que tiene una particularidad: está montada sobre un raíl; es decir, se trata de una ventana deslizante que va de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha. Eso significa que lo socialmente aceptable y lo socialmente inaceptables fluctúa con el tiempo según una escala que va desde lo más o menos inaceptable hasta lo más o menos aceptable. Ello significa que una idea, ayer percibida como ignominiosa, puede acabar siendo consensuada gracias a una labor de persuasión psicológica.
El canibalismo puede ser socialmente aceptable
Veamos un ejemplo tremendamente sugestivo que tomo de un bloguero ruso particularmente inspirado. El canibalismo. ¿Cómo hacer socialmente aceptable el canibalismo?
Pues bien, organice usted en primer lugar un coloquio internacional con famosos etnólogos reunidos en un lugar prestigioso. En el menú, por así decirlo: los casos de canibalismo en Papuasia-Nueva Guinea. Una vez terminado el coloquio, sus actas serán publicadas, por supuesto, por una famosa universidad. No sólo el canibalismo obtiene con ello un aval científico, sino que se incita a que el relativismo se sume a la partida. La prohibición de consumir carne humana deja de ser esa invariante antropológica que, hasta ahora, la necedad de usted le hacía creer que era. Segunda etapa: desenclavar la problemática del canibalismo sacándola de los polvorientos círculos académicos. Para ello, no hay nada como encontrar un colectivo de exclusivos adeptos consumidores de carne humana. ¡Ya tiene usted sus activistas! Están más locos que una cabra, pero gracias a ellos la controversia puede empezar a penetrar en la sociedad civil. Pero para que haya controversia hay que ser dos. A usted le toca entonces oponer a este colectivo la idea de que el extremismo no es algo exclusivo de los caníbales: es propio también de una pandilla de oponentes, retrógrados y reaccionarios. ¡Ahí el espantajo que usted manejará!
Están reunidas las condiciones para que el canibalismo entre en la arena mediática. La prensa se ampara del tema. Philosophie Magazine publica un número fuera de serie sobre el canibalismo, con una tribuna de André Comte-Sponbille, pálida y lagrimosa, sobre la ética del canibalismo basada en Montaigne. Y el propio Aymeric Caron se interroga gravemente sobre si el canibalismo antirracista es compatible con el vegetarianismo antiespecista. ¡Ya tiene usted sus intelectuales orgánicos!
Ha llegado el momento de proceder a un trabajo de creación de eufemismos léxicos. Imponga la idea de que el significante “caníbal” es estigmatizante y despreciativo, siendo conveniente sustituirlo por otro más neutro, con menos conotaciones: la antopofagia. Algunos audaces hasta empiezan a lanzar el concepto vanguardista de antopofilia: el amor de la carne humana. Mientras tanto, la ventana de Overto va desplazándose según avanza el proceso de descriminalización del canibalismo. Es entonces cuando resulta oportuno sacar su espantajo: el grupo de oponentes al canibalismo. Es un grupo destinado a infundir miedo. Sus adeptos, sumamente caricaturescos, llevan la cabeza rapada y sienten una irrefrenable y acongojante necesidad de alzar el brazo. Son los siempre útiles fachas de servicio de alicortas ideas y menguadas entendederas. El cursor se desplaza: la desdemonización del canibalismo se hace al mismo tiempo que la demonización de los anticaníbales. La ventana de Overton no para de deslizarse.
Ahora es cuando la televisión entra en liza con una avalancha de reportajes tendenciosos y de debates truncados. Recurre a los sempiternos expertos en todo lo que sea, quienes explican, a la luz de lo crudo y lo cocido en Lévi-Strauss, que la humanidad ha practicado el canibalismo desde la noche de los tiempos. Enviado Especial dedica una emisión a la nueva ola de regímenes para adelgazar a base de proteína humana en Nueva York. Los guionistas sacan series televisivas con las que, mediante un comisario minusválido, un manco discriminado y un transexual antropófago, incrementan su cuota de diversidad. Ello cae muy bien, pues una especie de Conchita Wurst sensible al canibalismo gana el concurso de Eurovisión. ¡Bingo! El mundillo del famoseo también se ampara del tema. Resulta de pronto que el Dalai-Lama y George Clooney son antropófilos. Hasta el mismísimo Leonardo de Vinci. Por lo demás, habría correlación entre los casos de canibalismo y un alto cociente intelectual. El canibalismo es sexy, pop y está de moda. Ya ha llegado al centro de la ventana de Overton. El legislador está dispuesto a despenalizarlo.
La cultura dominante y la dominada
El ejemplo es caricaturesco, pero así es como, en líneas generales, funciona la ventana de Overton. Es ella la que fija el marco común de referencia, el campo de las representaciones colectivas comúnmente admitidas. Si es usted quien determina este marco, es que su visión del mundo es predominante. Si no es así, es usted quien está dominado y obligado a hablar el lenguaje del adversario. Tal es desgraciadamente nuestro caso. La verdad es que estamos ideológicamente dominados. Los tres medios a los que se recurre para calificarnos o, mejor dicho, para descalificarnos, son: 1) hacernos invisibles (no se habla de nosotros, es lo más sencillo: se nos convierte en fantasmas políticos, la nada nos envuelve); 2) inferiorizarnos (somos un conjunto de brutos socialmente frustrados y subescolarizados: es el retrato habitual del elector medio del Front National o del elector de Trump, por no hablar del propio Trump); 3) demonizarnos (creo que saben de sobra de lo que se trata).
Ésta es la razón de que el combate cultural revista para nosotros tanta importancia. A este respecto, hace falta detenerse un instante en la figura de Antonio Gramsci (1891-1937), que en los años treinta fue el gran teórico de este deporte de combate que es la guerra cultural. ¡Ya oigo desde aquí las críticas de los antiguos de la Nueva Derecha, entre quienes me cuento! Dirán: es bien simpático su italiano paleomarxista, pero hace tanto tiempo que llevamos hablando de él y no pasa nada… Además, ¡ya todos los partidos políticos lo citan! Es cierto, pero para enterrarlo acto seguido. Los partidos creen que pueden comprarse de tal modo una teoría de la toma del poder. Todo ello para dar la impresión —engañosa— de que Gramsci se ha convertido en un lugar común. Que nada de ello les detenga a ustedes. Gramsci es mucho más que aquello a lo que lo reducen. Sobre todo para nosotros. Para nosotros es un fabuloso recurso intelectual. Tiene que ser para nosotros lo que Carl Schmitt es para la izquierda. Un acelerador de inteligencia. Un hombre cuyos conceptos nos ayudan a pensar nuestra condición histórica. Hasta se le puede considerar como un botín de guerra, según los principios de la guerrilla cultural que quisiera desarrollar aquí.
Fue Alain de Benoist el primer que se lo hurtó a la izquierda, hace de ello unos cuarenta años, cuando puso los hitos de un gramscismo de derechas: eso que, con un término algo intimidante, se denomina el combate metapolítico. O cómo crear una mayoría ideológica antes de transformarla en mayoría política. No hay mucho que añadir a lo que dijo Alain de Benoist. Es límpido. El problema, y Alain de Benoist tomó pronto conciencia de ello, es cómo poner en práctica este concepto de hegemonía cultural. ¿Qué modalidades prácticas se requieren para obtener qué resultados efectivos? Ahí está toda la cuestión. Admitirán ustedes que el balance de este gramscismo de derechas está lleno de contrastes. Son muchas las razones de ello, y el tiempo nos impide analizarlas aquí detenidamente. Digamos, para no caer en un exceso de severidad, que durante mucho tiempo no se ha tomado suficientemente en serio este combate cultural. Sólo desde hace unos doce años ha vuelto a ser un objetivo destacado, lo cual ha acarreado numerosos e indudables éxitos, pero no por ello hemos obtenido una mayoría ideológica. Y unos doce años es poco. Hay que comprender, en efecto, que la guerra cultural es una guerra de largo alcance que se sitúa en la larga duración de los ciclos ideológicos. En el fondo, lo que debemos emprender es una nueva guerra de los Cien Años. Ahora bien, disponemos como máximo de una generación, o sea, unos 25 años, para descolonizar a Europa.
Tampoco se puede obviar una objeción de fondo contra la primacía del combate cultural. Es la siguiente: ¿son las ideas lo que dirige al mundo? Si lo dirigieran, hace tiempo que estaríamos viviendo en una austera y aburrida República de los filósofos, y sólo Platón nos envidiaría. Pero ello no constituye ninguna impugnación del combate cultural. Postulamos solamente que el mismo es condición necesaria para la toma y conservación del poder. Condición necesaria, pero no suficiente. La guerra cultural presupone la “doctrina del ciudadano omnipotente”, por hablar como el norteamericano Walter Lippmann, el teórico de las minorías inteligentes, el anti Gramsci. Considera que esta idea del ciudadano omnipotente no es más que un piadoso deseo. No es él quien domina. Nuestro mundo está dominado por la ley de hierro de la oligarquía, según la cual es siempre una minoría, cualquiera que sea le régimen, la que se impone.
Pese a esas reservas habituales, lo cierto es que son impresionantes los resultados de la caza obtenida por la guerra cultural. Gramsci pensaba en el precedente de la Iglesia, aunque ésta —convertida en hegemónicamente dominante al final del mundo antiguo, cuando Constantino la transformó en religión imperial— no aspiraba a la dominación política. Previamente había conquistado los corazones y los espíritus, gracias a su ejemplaridad, al fervor de sus discípulos, a su eficacia disciplinar, a sus mártires. Consiguieron crear las condiciones de la hegemonía ideológica.
Las guerras asimétricas
Es en esto en lo que, en resumidas cuentas, consiste el gramscismo de Gramsci, pero somos nosotros quienes debemos inventar el marco estratégico que queremos darle. Somos nosotros quienes debemos desarrollar nuestro propio arte de la guerra cultural, por parafrasear esa joya de la literatura militar que es El arte de la guerra, de Sun Tzu, un maestro del arte de la subversión. En la época de los Reinos combatientes, Sun Tzu ya presintió la configuración de lo que se denominaría más tarde la guerra asimétrica, el tipo mismo de guerra que debemos emprender. Las guerras asimétricas son guerras del débil contra el fuerte, del dominado contra el dominante.
¿Y por qué debemos escoger este terreno de la asimetría? Porque es él quien nos ha escogido a nosotros. No estamos en condiciones de emprender contra nuestro adversario una guerra convencional, una guerra regular, de igual a igual. Nuestros medios son ridículos en términos de potencia de fuego y de potencia de dinero. Si alguna vez nos aventurásemos a desafiarlo frontalmente, quedaríamos vitrificados. ¡Cualquier cosa, menos el enfrentamiento directo! Nuestro modelo estratégico tiene que ser el de David contra Goliat. Los americanos, que están apasionados por las cifras y las clasificaciones, se han entretenido en contar todas las grandes batallas disimétricas de la historia mundial. De ello resulta que David pierde dos de cada tres veces cuando adopta la estrategia de Goliat, mientras que gana dos de cada tres veces cuando la rechaza. Es el secreto de la victoria del pequeño contra el grande: desestabilizarlo cortándolo de su universo de referencia, que es un universo convencional. Es el único medio de corregir el desequilibrio de fuerzas. Es por ello por lo que se habla de guerras irregulares. Son tan antiguas como el mundo. Durante mucho tiempo, los estudios estratégicos las han descuidado olímpicamente: eran consideradas desleales, no pertenecientes a las formas nobles de la guerra, el frente a frente, el combate singular, de hombre a hombre, de ejército contra ejército. Ahora bien, se hacen guerras asimétricas desde la noche de los tiempos. En su libro La astucia y la fuerzas. Otra historia de la estrategia, Jean-Vincent Holeindre ha demostrado sobradamente hasta qué punto pertenecen a la cultura estratégica de Europa. Es la vieja lucha del león y del zorro. Las más de las veces, al menos en la cultura clásica, se ha magnificado al león, es decir, a la fuerza, en detrimento de la astucia. No ocurría así en la Grecia arcaica, la de Homera. Homero, que se cuidó de emparejar el gran poema de la fuerza, la Ilíada, con el gran poema de la astucia, la Odisea. Ulises se introduce en Troya mediante el ardid del caballo de madera; Ulises engaña al cíclope Polifemo. Los primeros griegos hablaban de la mètis, la estratagema de la astucia. Pero a partir de Platón, la filosofía va a condenar la astucia. Será tan sólo un asunto de retóricos, de sofistas, de orientales.
No les voy a negar que, al igual que ustedes, yo prefiero el león al zorro. Hasta me resulta difícil imaginarme en la piel del zorro, pero zorros tenemos que ser estratégicamente hablando. De lo contrario, nos quedaremos como los espectadores pasivos de nuestra derrota ideológica. Admito gustoso que deberíamos conquistar un medio de comunicación central, o conseguir imponer uno; que deberíamos tener ciudadelas universitarias, un grupo de prensa, etcétera. No me duelen prendas en reconocer que preferiría que, en lugar de Delpine Ernotte, fuera Jean-Yves Le Gallou quien estuviera al frente de France Télévisions. O que Alain de Benoist tuviera una cátedra en el Collège de France en lugar de Patrick Boucheron. Pero estamos muy lejos de conseguirlo. Lo cual no debe impedirnos, cuando surja una brecha en un medio de comunicación central, penetrar decididamente por ella. Pero sigo siendo gramsciano.
Lo que debemos crear es una contrasociedad, una contracultura, una sociedad paralela. Privilegiar las estrategias de desvío y de sabotaje. Hagamos, por favor, un poco de memoria. Las ideas de la Ilustración se difundieron a través de los salones y las gacetas; las de la Revolución a través de los clubs y las sociedades de pensamiento estudiadas por Augustin Cochin. En cada cambio de paradigma ideológico, un nuevo médium. Los nuestros son las redes sociales. Es la Trump’s Troll Army, el ejército de los trolls de Trump. No son ellos los que han obtenido la elección de Trump, es la América periférica, pero han contribuido a ella saturando las redes sociales.
Este tipo de enfrentamiento asimétrico tiene un nombre: el de guerrilla. ¡He ahí el teatro de nuestras operaciones! Tenemos que ser guerrilleros intelectuales, partisanos intelectuales, por retomar una expresión de Carl Schmitt, el gran teórico del partisano.
¿Cuáles son las características del partisano? La movilidad, el acoso, la furtividad, la guerra de desgaste, la subversión, y sobre todo la inventiva. Tenemos que distinguirnos por nuestra capacidad de inventar y difundir una contracultura, de constituirnos como vanguardia. Sin descuidar ningún campo cultural. Ahí está la lección de Gramsci, apasionado por el folklore, por la cultura popular, por los culebrones, por Los novios, de Manzoni. La hegemonía pasa por todos estos canales. Hoy son los comics, la video, las redes sociales. Otros tantos campos culturales que debemos ocupar. La guerra cultural es un trabajo de “persuasión permanente” destinada a crear e instalar un contrapoder cultural que debe englobar el conjunto del campo cultural.
¿Qué finalidad se persigue? La de difundir por todas partes y mediante todos los medios nuestro sistema de valores y de referencias. En realidad, la asimetría es un conflicto con vistas a la legitimidad, puesto que no se reconocen las leyes tácitas del adversario. No se quiere cambiar tan sólo la correlación de fuerzas, sino la correlación de normas. Subvertirlas. Es lo que los americanos denomina el culture jamming, literalmente la interferencia cultural, el sabotaje o el secuestro cultural. Con otras palabras: subvertir los medios de comunicación centrales recurriendo a sus códigos y técnicas, razón por la cual los americanos hablan de “guerrilla semiótica”. ¿Un ejemplo? ¡Fdesouche![1] ¿Otro ejemplo? ¡Les Bobards d’or![2] ¿Otro ejemplo? ¡Lo que intentamos hace en Éléments![3] Sería necesario llevar todo esto a la potencia 10.
La asimetría es también, y sobre todo, la gran lección dada por nuestro adversario. Me refiero a las minorías que son actualmente dominantes. ¿Cómo lo han hecho? Desde los años 60-70 del pasado siglo fueron multiplicando las luchas transversales: una auténtica guerra asimétrica, del débil contra el fuerte o, más bien, del minoritario contra el mayoritario. En aquellos años se hablaba de los nuevos movimientos sociales (NMS), de las nuevas formas de activismo que rompían con el militantismo tradicional, el de los sindicatos, de las Iglesias, de los partidos, en donde el referente minoritario no tenía sitio. Fueron los trabajos de Foucault y de la French Theory los que alimentaron este activismo. Ello condujo a una nueva dinámica societal: entre las feministas, los homosexuales, los movimientos antirracistas, el movimiento de los “sin” (sin papeles, sin vivienda), SOS Racismo, las Femen, Act-up, etcétera. Si cito estos nombres no es para que ustedes se irriten, sino para que se inspiren de ellos. Aunque minoritarios, estos movimientos, estas asociaciones, estos lobbies se convirtieron en mayoritarios en las representaciones mentales. ¿Por qué? Porque lo que marca la diferencia en una configuración asimétrica no es el número, sino la movilidad y la inventiva. Ya no tiene sentido aquella famosa réplica de Stalin (“¿El Vaticano?… – ¿Cuántas divisiones?”). En lugar de decir “¿Cuántas divisiones?” ahora hay que decir “¿Cuántos comandos?”. Sí, ¿cuántos comandos podemos desplegar mañana para subvertir la cultura dominante?
El combate cultural es la estrategia del viejo topo –¡qué hermoso bestiario!, después del zorro, ahora el topo–, ese viejo topo cuya imagen Marx la tomó de Hegel, el cual la había tomado a su vez de Shakespeare. La revolución –para nosotros, el combate cultural– es como un viejo topo: trabaja primero subterráneamente, en la sombra y la oscuridad, antes de triunfar. Ahí está toda la paradoja de la guerrilla cultural: tenemos que convertirnos en un zorro, en un viejo topo, para entroncar con la grandeza francesa y el genio europeo –y recíprocamente.
Traducción de Javier R. Portella
[1] Periódico digital francés centrado en informaciones sobre la inmigración.
[2] Literalmente: “Las Bobadas de oro”. Son unos premios anuales que, desde hace años, otorga el digital Polémia, impulsado por Jean–Yves Le Gallou, a los periodistas del Sistema que más se han distinguido en sus engaños.
[3] Emblemática revista bimestral en papel de la Nueva Derecha francesa, cuyo redactor jefe es François Bousquet. Existente desde hace cerca de cincuenta años, ha desarrollado considerablemente en los últimos tiempos, tanto en calidad como en difusión, siendo distribuidos sus 10.000 ejemplares en la casi totalidad de kioscos.