Cultura

CONTRA LA RESILIENCIA

Por: Juan Manuel de Prada

Leo en estas jornadas estivales ‘Odio la resiliencia’ (El Viejo Topo), un formidable panfleto del filósofo italiano Diego Fusaro, uno de los pocos pensadores europeos radicalmente disidentes. Para Fusaro, la resiliencia es la forma de abulia que conviene a los opresores. El hombre resiliente acepta que las desgracias son ineluctables y que, por lo tanto, corresponde a quien las sufre habituarse a convivir con ellas. Como no podemos cambiar el estado de las cosas –nos alecciona la chusma gobernante que nunca aparta esta palabreja de sus labios mendaces–, hay que sobrellevarlo con entereza y perseverancia. Así el «resiliente» acepta una existencia subalterna que se embellece con una retórica huera de épica «superación»; pero lo cierto es que el resiliente es un cipayo que ha renunciado a la capacidad transformadora de la realidad propia del ser humano ante las situaciones oprobiosas, indecentes o inicuas.

La resiliencia nos exige soportar las adversidades sin que nos aniquilen, sin que ni siquiera nos deformen, logrando seguir siendo los mismos. El hombre resiliente, hijo tonto y masoca del nihilismo posmoderno, se conforma con lo que hay, porque piensa que es todo lo que puede haber. Así se convierte –en acertada expresión de Fusaro– en «miembro de un rebaño amorfo y sin pastor» que acepta las condiciones del redil, pues no contempla la posibilidad de alternativas ni vía alguna de escape. Y piensa mentecatamente que esta aceptación lo hace más fuerte. La resiliencia, a la postre, no es otra cosa sino la «servidumbre voluntaria» a la que se refería La Boétie en su clásico discurso; sólo que el amo que esclaviza al resiliente a la vez tiene la habilidad socarrona de hacerle creer que lo está «empoderando», dotándolo de capacidad para enfrentarse con «éxito» a las dificultades que aplastan su vida. El resiliente hace de la necesidad virtud y de la explotación que sufre una oportunidad. Y siempre, por supuesto, manteniendo una «actitud positiva» ante las adversidades. Porque el resiliente, para no quebrarse, debe ser elástico y asumir la «fluidez» como consigna vital: fluidez laboral, fluidez intelectual, fluidez familiar, fluidez habitacional y hasta fluidez de género. Así, siendo siempre «fluido», el resiliente encaja todos los golpes y los percibe grotescamente como oportunidades de maduración. El resiliente es el ‘sparring’ perfecto, que se cae y se levanta hasta el infinito.

Huelga decir que los gobernantes malignos, que presumen de combatir el cambio climático pero se abstienen de combatir el alza del precio del aceite o de la luz, están encantados con el hombre resiliente, capaz de encajar sin pestañear las injusticias. El hombre resiliente es el súbdito perfecto que ayuda a estos gobernantes malignos a combatir el cambio climático desplazándose en patinete eléctrico y viviendo en un cuchitril, mientras su sueldo se encoge, mientras se agiganta la inflación y su trabajo se precariza. Y, como entiende que las circunstancias hostiles son inmutables, acepta de buen grado que las únicas mutaciones posibles se refieran a sus hábitos. Así, cambia el aceite de oliva por el aceite de girasol, cambia el filete por la pizza recalentada en el microondas, cambia el automóvil por el patinete eléctrico, cambia la prole por la mascota, etcétera. El hombre «resiliente» deja de ser causa eficiente primaria de la economía, para convertirse en «material» que soporta todo tipo de golpes y violencias.

La resiliencia, en fin, es una parodia de la resignación cristiana para un mundo que se ha quedado sin fe en las promesas divinas. Se funda en la ética protestante del capitalismo estudiada por Weber, según la cual las desgracias y los éxitos sólo dependen del individuo y de su «predestinación» a la salvación o la condena. Según esta visión, ya no existen injusticias ni explotación, sino una multitud de soluciones unipersonales, algunas de las cuales triunfan mientras otras fracasan. Y el triunfo o el fracaso se cifran en la capacidad de resiliencia del individuo. Sólo que, como son muchos los resilientes que no dejan de llevarse bofetadas, los amos del cotarro necesitan convencerlos de que sus derrotas son en realidad grandiosos éxitos, porque les permiten –’risum teneatis’– «crecer en el plano personal», poniendo a prueba su capacidad estoica de adaptación. Digamos que la idea teológica de la «predestinación» se asocia con una suerte de euforizante igualitarismo prometeico que hace creer a cualquier cretino que su resiliencia lo terminará convirtiendo en un «elegido»; y que, además, cuantos más golpes reciba, más posibilidades tendrá de hallarse entre los muy selectos «elegidos» finales.

Por supuesto, de todos sus sufrimientos será siempre responsable el individuo que aún no ha alcanzado un grado de plena adaptación. Ya no existirán injusticias que deban ser erradicadas o corregidas; tan sólo habrá sufrimientos individuales de personas que aún no han sido capaces de aprovechar las oportunidades que el nuevo orden mundial les brinda generosamente. Para la teología cristiana, haciendo el bien en este mundo podíamos aspirar a un más allá mejor. En la jaula que nos propone la resiliencia, nuestra acción debe conformarse con la aceptación de lo que hay, concebido como una fatalidad perpetua que no podemos cambiar y ante lo cual sólo nos resta adaptarnos.

Y, para hacer más llevadera la depresiva permanencia en este eterno presente inamovible, los demagogos ofrecen a todos los resilientes entretenimientos plebeyos, hedonismos subalternos y derechos de bragueta que les permitan abdicar de su pasión transformadora. La búsqueda de la salvación en la teología cristiana era una fuerza transformadora del mundo, pues nos exigía volcarnos sobre el prójimo y mejorar su vida; la salvación que se ofrece al hombre resiliente no es otra sino alcanzar un equilibrio interior que le permita ser un buen sparring, sin importarle el sufrimiento que le rodea. A fin de cuentas, quien sufre es un inepto que no ha sabido adaptarse.

 

© ABC

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