Cultura

AQUEL 7 DE JULIO EN PAMPLONA

Por: Alfredo Gildemeister

El “Pelao”, así le decían todos en su pueblo al norte de Pamplona, cerca del Pirineo, pues siempre llevaba la cabeza rapada y su tupido bigote, se sentía tranquilo antes del encierro. La noche anterior se había acostado temprano y había dormido bien. Hoy se daba el primer encierro y no podía faltar, como que nunca había faltado en los últimos ¿treinta o cuarenta años? Ya ni él mismo lo recordaba.

El Pelao era una figura conocida, popular, casi emblemática en los encierros de Sanfermines todos los años. Los navarros y en especial, los pamplonicas, lo querían y esperaban verlo correr todos los años y en todos los encierros. Aquella soleada mañana del 7 de julio se daría el primer encierro de las fiestas de San Fermín, fiesta famosa mundialmente, especialmente gracias a Ernest Hemingway y a su libro “Fiesta”.

Como todo un corredor con experiencia, entró caminando por la calle de la Estafeta y luego de atravesar la plaza del Ayuntamiento, se dirigió a la cuesta de Santo Domingo en donde ya se escuchaban los conocidos canticos previos al encierro y que siempre los corredores le cantan a la pequeña estatuilla de San Fermín colocada en una pequeña urna en los alto de una pared al costado de la cuesta: “A San Fermín pedimos por ser nuestro patrón, nos guie en el encierro dándonos su bendición. Ra – Ra – Ra”.

La cuesta, como su nombre mismo lo indica, es una calle en subida en cuyo comienzo se encuentra el corral en donde están encerrados los seis toros de lidia que participaran en el encierro. La ganadería varía cada día, así pues un día pueden ser Miuras como otro día pueden ser Domeq. El Pelao sabe que el encierro en total no dura más de dos o tres minutos cuando mucho. La ruta la conoce de memoria palmo a palmo. Los seis toros salen de su corral luego de tres cohetazos, suben por la cuesta, cruzan la plaza del Ayuntamiento y toman la larga calle de la Estafeta para desembocar en la Plaza de Toros de Pamplona. La gente se coloca desde la noche anterior en la doble fila de barricadas de madera armadas a lo largo de toda la ruta. Todo está listo para el inicio del encierro.

El Pelao aprieta en su mano derecha el “Diario de Navarra” que todo corredor lleva enrollado para azuzar a los toros. Le canta al lado de los demás a San Fermín y en su interior además le reza rogándole para que lo proteja y lo libre de los astados que buscaran su pecho. Pero el Pelao conoce este “oficio” de corredor y sabe que ningún corredor puede correr toda la ruta, es imposible, pues los toros te alcanzan tarde o temprano y te pasan por encima.

De allí que el Pelao tiene su tramo favorito por el cual le gusta correr delante de los toros. Se va caminando y se coloca a esperarlos a mitad de la Estafeta, para luego comenzar a correr la mitad que resta de la Estafeta, llegar a la bajada hacia la Plaza de Toros y finalmente entrar por el túnel a la plaza en medio de los corredores y los toros. Esa es su ruta y es la que hace todos los años. Van sonando los cohetes uno a uno. Ya son las ocho de la mañana, el nerviosismo se nota en la gente. Los balcones de la Estafeta rebozan de gente. Suena el tercer y último cohetón. Se abre la puerta del corral y salen los seis toros.

El Pelao se toma su tiempo. Siente a lo lejos por el griterío de la gente, que se vienen con todo los seis Miuras que tocan ese día. Al fondo de la calle solo ve una pared humana de gente, todos vestidos con sus pantalones y camisas blancas, la faja roja bien envuelta y atada en la cintura y su pañuelo rojo al cuello. Todos esperando a los toros. Repentinamente los hombres se agitan, se mueven y comienzan a correr como locos. Entonces los ve. Van tres toros por delante abriendo el encierro, distingue a dos más por detrás y asume que el último por ahí andará.

El Pelao comienza a trotar despacio, aguantando, esperando que lleguen los astados y poco a poco va tomando velocidad. Ya los tiene cerca. ¡Ya los tiene atrás! Se integra al grupo de corredores y corre como loco. Uno a su costado cae y los toros pasan por encima; otro queda atrapado al medio de dos toros y tiene la osadía de cogerse y colgarse de sus lomos con los brazos. No aguanta mucho y cae.

El Pelao siente el bufido de los primeros toros casi a su costado. Termina la Estafeta y comienza la bajada hacia la Plaza de Toros. Con el rabillo del ojo ya ve los afilados cuernos de los dos toros que casi lo tocan. Faltando unos cincuenta metros para entrar a la Plaza y cuando los toros ya lo van a alcanzar, pues le vienen pisando los talones, el Pelao da un giro violento, ágil y se pega a la pared del costado, pasando a su costado los toros y sobre todo los que corren a mano izquierda, cuyos cuernos pasan a dos centímetros de su pecho.

Menos mal que no se le enganchó un cuerno en la camisa pudiendo haberlo arrastrado, como suele pasarle a muchos. Una vez que pasan los seis toros, pasan los dos pastores con las vaquillas que siempre suelen ir detrás de los toros para dirigirlos un poco, el Pelao arranca a correr nuevamente e ingresa por el túnel a la Plaza. Los toros cruzan el ruedo e ingresan de frente a sus corrales y se sueltan vaquillas para que la gente los toree y lo pase bien. Al final del túnel y poco antes de ingresar al ruedo, el Pelao estira ambos brazos para arriba y al entrar al ruedo siente que unos brazos lo alzan en peso, hace un giro en el aire y cae sentado perfectamente en la tribuna de la plaza. Le alcanzan una buena bota con un excelente vino tinto y se refresca la garganta luego de la tensión y la carrera vivida.

Concluyó el primer encierro que como quien dice, lo vivido y lo corrido no te lo quita nadie. Ahora, a disfrutar de las fiestas y ya será… hasta el encierro del día siguiente. Definitivamente Pamplona era una fiesta y, como dicen los navarros, “¡Riau, Riau, que viva San Fermín!”

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