Iglesia

EL DULCE NOMBRE DE MARIA

Por: José Antonio Anderson

La festividad y advocación que se conoce como “el Dulce Nombre de María” es inveterada en la Iglesia; sin embargo, fue establecida oficialmente en 1683 por el Papa Inocencio XI, después de que las tropas cristianas vencieran increíblemente y milagrosamente a los invasores turcos otomanos que los superaban ampliamente en número, en la Batalla de Kahlenberg, durante el segundo sitio de Viena, en las afueras de dicha ciudad. El emperador Leopoldo I ya había huido de Viena y presagiaba lo peor. Así, comandados por el gran Visir Kara Mustafá, el ejercito otomano era el mayor ejército convocado hasta el momento y contaba con una fuerza de más de 100,000 hombres para el asedio, los cuales hubieran tomado Viena fácilmente si no hubiese llegado el apoyo vital de los valerosos polacos al mando de Juan III Sobieski, quienes en número de 25,000 y de modo increíble contuvieron a los turcos otomanos, cargando casi suicidamente sobre un enemigo muy superior, como siglos después lo volvería a hacer la caballería Pomorska. Era el 12 de septiembre del año 1683. Se dice que los polacos antes de marchar a defender Viena, habrían acudido al Santuario de la Virgen de Czestochowa, a implorar la intercesión de la Virgen negra de Jasna Góra, la Reina de Polonia, cuyo ícono muestra a la Madre de Dios con el Niño Jesús. En el ícono, además, la Virgen dirige su atención fuera de ella, señalando con su mano derecha a Jesús.

Pero ya desde los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia primitiva usaba popularmente el término griego Theotokos, que literalmente significa “la que engendra a Dios” para referirse a la santísima Virgen María. Así, los santos Padres de la Iglesia, en los primeros siglos del cristianismo, durante el período de la Patrística, no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen María.

El monje de nombre Nestorio, posteriormente promovido a Patriarca de Constantinopla (Bizancio) hacia el año 428, rechazaba tal denominación para la Virgen María. El creía que Jesucristo poseía dos naturalezas, una humana y la otra divina, pensaba además que dichas naturalezas permanecían separadas como dos personas distintas unidas por la voluntariedad, pero no por la esencia. Consecuentemente, esta forma de entender a Jesucristo lo llevó a negar que María fuera verdaderamente la “Madre de Dios”, la Theotokos, siendo solo “Madre de Cristo”; es decir, madre de la naturaleza humana de Jesús, la Christotokos, y que la divinidad se unió a Él en un segundo momento.

Nestorio afirmaba firmemente que la naturaleza divina no podía nacer de una mujer mortal, y que los actos y sufrimientos de Cristo eran solo de su naturaleza humana. Al negar Nestorio la unidad de la persona de Cristo y disociarla en dos naturalezas, la reacción del Obispo de Alejandría, Cirilo, fue casi inmediata. San Cirilo de Alejandría afirmó categóricamente la unidad de la persona de Cristo y enfatizó el deber de los Pastores de preservar la fe del Pueblo de Dios. Su postura sostenía que la fe del Pueblo de Dios era una expresión de la tradición y una garantía de la sana doctrina.

En una carta a Nestorio, Cirilo describió claramente su fe cristológica: “Afirmamos de esta manera que hay dos diferentes naturalezas que se han unido en la verdadera unidad, pero de ambas hay un solo Cristo e Hijo” porque “la divinidad y la humanidad, unidas en una unión indescriptible e inefable, nos han producido el único Señor y Cristo e Hijo“. Por lo tanto, subrayó el santo Obispo de Alejandría, “profesamos un solo Cristo y Señor”.

El asunto teológico es muy puntual, importante y debe resultar claro. Si afirmamos, como lo hacía el hereje Nestorio, que María no es Madre de Dios, sino del hombre Jesús, estaríamos negando la divinidad de Jesucristo. Por ello, el Concilio de Éfeso, celebrado el año 431 en la ciudad del mismo nombre, decretó y definió que Cristo era una sola persona con sus dos naturalezas inseparables; añadiendo además “Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne”. Finalmente, el Concilio de Éfeso decretó la maternidad divina de María; es decir, María verdaderamente es la “Theotokos” (Denz. 111 a). La postura de San Cirilo de Alejandría triunfó sobre la del hereje Nestorio. El significado teológico tuvo por propósito enfatizar que el hijo de María, Jesús, es completamente Dios, y también completamente humano, y que sus dos naturalezas (humana y divina) están unidas y son inseparables en una sola persona.

Ahora bien, al definir la maternidad divina de María, el Concilio de Éfeso no intentaba sugerir que María sea coeterna con Dios, o que existió antes que Jesucristo o Dios Padre o que tuviera naturaleza divina, ni mucho menos la originadora de Dios. María es creatura de Dios, ella misma humildemente da razón de su existencia: “Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue (Lc. 1, 38)”. Además, María remite a todos a Jesús: “Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga.» (Jn. 2,5)”. Por ello, entender a María aislada, sin Cristo, carece de sentido. María no se entiende si no es en referencia al Señor Jesús, ya que la existencia de María se da para gloria de la Santísima Trinidad.

Por ello, es natural y justo proclamar sin miedo, sin temor, que María es Madre de Dios. Negar que María es la Madre de Dios, es negar que Jesucristo es Dios. Para su prima Isabel, la madre de Juan el Bautista resulta claro. “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno (Lc. 1, 43-44)”. Isabel dice “la madre de mi Señor” y obviamente se refería a Yahveh Dios.

No debe haber pues miedo ni temor en afirmar la maternidad divina de María. Es más, hay que proclamar con amor y gozo el dulce Nombre de María, aquella concebida sin pecado para albergar en su seno virginal al mismo Dios, a nuestro Salvador Misericordioso, a la fuente de nuestra alegría, a la vida de las almas, a nuestro verdadero Amor, ya que todo en María nos remite a Jesús y María existe solo por y para Jesús, y la maternidad universal de María se da por designio divino. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»” (Jn. 19, 26). “Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa (Jn. 19, 27)”.

Es María quien vive llena del Espíritu Santo y agradecida de Dios: “Y dijo María: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada (Lc. 1, 46-48)”. Es María quien sigue a su Hijo hasta el final, hasta su muerte en la cruz: “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre (Jn.19, 25)”.

Entonces, ¿cómo no podría sonar dulce a nuestros oídos el nombre de la Madre del Amor Hermoso, el nombre de aquella que llevó en su seno al dulce Señor Jesús? ¿Cómo no podría sonar dulce a nuestros oídos el nombre de la Madre de Dios, quien no quiere nada para sí, sino para su Hijo? Pues como dice la canción “María, cuyo nombre es música más suave que el cántico del ave y que del agua el son…” o como dice un antiguo himno de la Iglesia “Él a quien todo el universo no podía contener, fue contenido en tu matriz, oh Theotokos”.

Santa María, Madre de Dios, ¡ruega por nosotros pecadores!

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