Por: Juan Manuel de Prada
La polémica declaración pontificia ‘Fiducia supplicans’ me ha pillado inmerso en la lectura de una biografía del escritor vanguardista francés Max Jacob (1876-1944), homosexual y judío de ascendencia askenazi que hacia 1914 se convierte al catolicismo, después de una experiencia mística en la que vio aparecer la imagen de Cristo en una pantalla de cine. Después de bautizarse (su padrino sería Picasso), Max Jacob vivirá siempre con desgarro sus pulsiones sexuales, que lo empujan hacia hombres con frecuencia mucho más jóvenes que él, a veces incluso niños. Muchos de sus contemporáneos, que conocían sus propensiones, dudaban de la sinceridad de su conversión, considerándolo un arlequín que nunca podría quitarse del todo el maquillaje teatral de la cara; o, dicho menos poéticamente, un hipócrita cuyos principios no se conciliaban con su vida. A sus detractores, Jacob les recordaba que el sacramento de la confesión borra los pecados, pero no la fuente de los mismos, que es la caída naturaleza humana.
Nunca dejó Max Jacob, sin embargo, de suplicar la acción de la gracia, en su esfuerzo por trascender el amor carnal. Así fue como, aconsejado por el canónigo Fleureau, decidió retirarse en 1921 a Saint-Benoît-sur-Loire, donde se halla la abadía de Fleury, para vivir según la regla de San Francisco de Sales como oblato seglar. Allí permaneció durante siete años, entregado a una vida de penitencia y recogimiento, con la esperanza de «no volver a pecar». Pero en 1928 regresaría a París y a la crápula, hasta 1936, cuando la añoranza de las austeridades rurales lo devuelven a Saint-Benoît, que sólo abandonará cuando la Gestapo lo arreste –judío de raza, al fin– e interne en el campo de Drancy, donde morirá de pulmonía el 5 de marzo de 1944. Durante estos últimos ocho años de su vida, consta que Jacob asistía a la misa diaria en Saint-Benoît, donde solía participar como acólito y recibía la comunión. En el tren que lo llevaba a Drancy escribió al canónigo Fleureau: «Confío en Dios. Le agradezco el martirio que ahora comienza».
¡Cuán robusta y vibrante nos resulta la vida de este bendito homosexual, comparada con esa disposición pontificia reciente! Pero Max Jacob todavía tuvo la suerte de conocer una Iglesia cuya cabeza visible enunciaba los principios de la doctrina moral católica sin subterfugios ni componendas; y cuyos miembros (como ese canónigo Fleureau), mediante un prodigioso sentido de la capilaridad católica, acompañaban a quienes no siempre podían ajustar su vida a esos principios, los acompañaban en sus reincidentes caídas y lo ayudaban a levantarse una y otra vez, sin tomarles el pelo ni engañarlos con sentimentalismos merengosos. Y, mientras los acompañaban, los bendecían, porque sabían –como nos enseña Péguy– que es a través de la puerta que deja el pecado –«una terrible herida, una inolvidable angustia, un punto de sutura mal cerrado, una mortal inquietud, un invisible trasfondo del alma, una amargura secreta, una ruina enmascarada, una cicatriz mal cerrada»– por donde la gracia se desliza en nuestras almas.
Esta maravillosa capilaridad de la Iglesia, «intolerante en los principios porque cree pero tolerante en la práctica porque ama» (según la hermosa sentencia de Garrigou-Lagrange), hizo posible la «vida ejemplar» de Max Jacob. Los problemas empezaron cuando la Iglesia quiso asimilarse al mundo, «tolerante en los principios porque no cree e intolerante en la práctica porque no ama», adoptando un descarnado (y desencarnado) pragmatismo que, a la vez que enturbia los principios, no guía ni acompaña a quien está herido, sino que tan sólo sirve para dar palmaditas en la espalda y quedar fetén ante la galería. Pues, de repente, todos hemos dejado de estar heridos, todos nos hemos convertido en esas horrendas «corazas sin defectos» a las que también se refería Péguy: «Puesto que no están heridos, no son vulnerables. Puesto que no les falta nada, no se les da nada. Puesto que no les falta nada, no se les da lo que es Todo.
El amor mismo de Dios no cura aquello que no tiene llagas. El samaritano recogió al hombre porque estaba postrado en la tierra. La Verónica limpió el rostro de Jesús porque estaba sucio. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado».
Estas bendiciones fules (o «truchas», que diría un porteño) a los homosexuales no recogen ni limpian, son puro aspaviento y pantomima de tolerancia mundana. En realidad, son como las bendiciones que se dan a los perritos o a los geranios (la propia Fiducia supplicans reconoce que se deben impartir «sin fórmula sacramental, vestidos de calle y sin celebración posterior»), puro jesuitismo en la acepción más torva de la palabra; es decir, astucia y doblez, que sólo pretende hacer postureo ante el mundo, a cambio de perder la posibilidad de atraer benditos homosexuales como Max Jacob, con corazón contrito y sincera piedad, mil veces caídos y mil veces erguidos, a quienes un aguachirle semejante les tiene que resultar a la fuerza repelente. En cambio, estos simulacros de bendición encantarán a los activistas, que empezarán a acudir a las sacristías, demandándolos, para señalar a los curas que no pasen por el aro y exponerlos en la picota.
Un bendito homosexual como Max Jacob se habría dado cuenta enseguida de que estas bendiciones son una engañifa de tamaño cósmico; pues, como en alguna ocasión escribió, «sólo tiene valor lo que cuesta». Pero, claro, Max Jacob contaba a su lado con el canónigo Fleureau, que no practicaba la tahurería teológica.
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