
Por: Luciano Revoredo
Netflix ha lanzado “Hasta que nos volvamos a encontrar”, la primera película hecha en el Perú producida por la exitosa plataforma de streaming. La cinta es protagonizada por Stephanie Cayo y el español Maxi Iglesias y se estrenó el 18 de marzo.
Se trata, del romance entre una mochilera peruana y un empresario español. El conflicto es el interés que representa el español, de construir un hotel en una zona tan tradicional como el Cusco. Ella ve esto como una amenaza al patrimonio cultural y todo esto se va convirtiendo en un impedimento para el romance debido a lo idealista de ella y lo pragmático de él. Hasta ahí la trama del filme.
Lo que ha sucedido en las redes sociales luego del lanzamiento es lo que motiva estas líneas.
De inmediato se desató una ola de furia de la progresía nacional. Desde todo el repelente correctismo político, hasta resentidos y radicales de todo pelaje se lanzaron al ataque. No es tolerable que la bella Stephanie Cayo represente a una mujer peruana, es inaceptable que se cante en quechua y que la cantante no sea una nativa quechuahablante, resulta ofensivo que personajes blancos bailen ritmos negros, no se puede mostrar, ni en la ficción, un Macchu Picchu sin gente y toda una monserga de imbecilidades que se pretenden imponer como el más “sensato” pensamiento único. ¿Dónde queda aquello de “todas las sangres”? ¿Desde cuándo y por qué razón Stephanie Cayo no puede representar a una peruana?
Detrás de esto está el clásico manejo de la izquierda de la manipulación de las emociones primarias (la ira, la pena, la empatía), del privilegio del sentimentalismo sobre la razón, con el objeto de contrabandear sus prejuicios y desvaríos ideológicos. El manejo de las identidades para generar conflictos ya no en torno al tema económico como era con la antigua lucha de clases, sino exacerbando cualquier diferencia entre minorías, culturas, etcétera, para usarlas como motor de su lucha política.
El arma más contundente que tienen para esta lucha es la deplorable idea de la apropiación cultural. Se trata de un concepto ideado por la progresía estadounidense que pretende prohibir la utilización de elementos de una cultura “dominada” por los miembros de una cultura “dominante”, basándose en la idea retorcida que la cultura “dominada” sería despojada de su identidad y lo que mostraría el dominante es un estereotipo racista.
Esta absurda idea ha llegado al extremo que en los Estados Unidos nadie puede disfrazarse de piel roja o de negro para una fiesta. Esta demencial idea también ha llegado al cine y lo que está sucediendo en el Perú es una muestra de lo mismo. Poco a poco se viene imponiendo la idea de que por ejemplo un actor blanco no podría encarnar a un personaje como Otelo. Ni siquiera recurriendo al maquillaje, eso sería peor, condenado como un ejemplo de lo que se llama “black face”, es decir maquillar a un blanco “opresor” para que parezca negro. Lo mismo sucedería por ejemplo con el papel de Pocahontas. De ninguna manera recurrir al maquillaje de una actriz blanca lo que sería “Brown face”. Sin embargo, nadie dice, ni puede decir nada, cuando en una ficción absurda Ana Bolena es caracterizada por una actriz negra. O cuando en la serie Los Bridgerton, aparecen ilustrados y elegantes personajes negros como parte de la nobleza inglesa.
Todo este absurdo delirio ideológico de la progresía es lo que está detrás del cargamontón contra Stephanie Cayo.






Pues, si el ejemplo es Magaly Solier, que ha sido tratada como limón de emolientero, abandonada a su suerte, por esa izquierducha que ahora habla de apropiación cultural, pues ya tenemos suficiente. Algo han hecho los fracasados esos al respecto porque llenar las rrss pues es poco y nada.
Mucho ofendidito respecto a que se denuncie el “black facing” pero no comentan nada sobre la “indignacion blanca” ante una Ana Bolena afrodescendiente o una Sirenita o elfo negr@s.