
Rutas de Lima está tratando de huir. Huir de su contrato, de sus obligaciones, de la ciudad y, sobre todo, de las consecuencias de más de una década de abusos.
Y lo quiere hacer usando la jugada más vieja y cobarde del manual corporativo: declararse en liquidación para después pasar como víctima ante los árbitros internacionales.
La movida es burda, pero la intención clara: Quieren irse sin pagar. Quieren abandonar Lima. Y encima quieren que el Perú les pida disculpas.
Rutas de Lima o tal vez mejor dicho Ratas de Lima—ese Frankenstein contractual nacido de Odebrecht y ahora operado por Brookfield— ha decidido que la ciudad puede esperar, que los limeños son prescindibles y que la ley es un adorno. No les interesa el contrato, no les interesa la ciudad, y no les interesa la verdad.
Lo único que les interesa es mantener los privilegios que heredaron del esquema corrupto de Odebrecht mientras golpean la mesa como si fueran los héroes de la historia.
El cuento de que “la empresa se ha visto obligada a liquidarse” es eso: un cuento. La verdad es que la Junta de Accionistas decidió voluntariamente disolver la empresa.
Porque les convenía. Porque les servía para manipular las cifras, inflar pérdidas, inventar escenarios y posicionarse como pobres inversionistas ultrajados por un Estado cruel.
Y encima tienen el descaro de anunciar que abandonarán la concesión el 2 de diciembre, como si se tratara de cerrar una chingana cualquiera. Esta conducta no es “atípica”.
No es “compleja”. No es “un impasse legal”. Esto es mala fe y chantaje.
La concesión de Rutas de Lima fue diseñada por Odebrecht, la empresa más corrupta que ha operado en América Latina. Ese contrato no fue pensado para la ciudad. Fue pensado para el concesionario. Peajes eternos, rutas incompletas, blindajes arbitrales, penalidades a la medida. Es parte de la herencia que dejó a Lima la corrupta Susana Villarán.
Cuando Brookfield compró, sabía perfectamente qué compraba y a quién le compraba . Ahora que el modelo se les cae, quieren desaparecer. Como hizo Odebrecht. Como hacen las empresas corruptas que saben que ya exprimieron todo lo que podían exprimir a sus víctimas.
Rutas de Lima nunca fue una concesión; fue un sistema corrupto de extracción.Pero por primera vez en años, gracias a la determinación inquebrantable de Rafael López Aliaga, la Municipalidad de Lima no entró al juego. Les dijo que no. Les declaró la caducidad. Les notificó cada incumplimiento. Los puso contra la pared. Les recordó que el contrato no se rompe cuando le da la gana al privado. Y cuando la MML denunció su conducta ante la Fiscalía, Contraloría, Congreso, Defensoría y el Mininter, lo hizo porque entendió lo esencial: a estas empresas se les enfrenta con ley y con carácter, no con genuflexión.
Eso es lo que está pasando hoy. Y por eso Rutas de Lima está desesperada. Porque nunca imaginaron que en Lima habría una gestión que les cerraría el caño.
La amenaza de abandono es el último acto de una farsa. Rutas de Lima quiere que el caos les haga el favor, que el abandono produzca titulares. Quiere que el tráfico se vuelva infernal para
que la gente culpe a la Municipalidad. Quiere incendiar la ciudad para después escribir en el arbitraje: “miren cómo nos maltratan”. Por supuesto no faltarán ayayeros de alto vuelo, mercantilistas de la pluma, mermeleros debidamente entrenados que seguirán el juego de las Ratas de Lima.
Es la táctica de un extorsionador elegante: te dejo el desastre, tú lo limpias, y después yo cobro indemnización. Pero Lima ya no está para extorsiones ni para cuentos. Ni para contratos tóxicos disfrazados de “inversión extranjera”.
Lo que de verdad está pasando es que asistimos al final de la estafa más grande que ha sufrido Lima en décadas. Es el derrumbe de un modelo de peaje privatizado que nació de la corrupción. Rutas de Lima está huyendo porque sabe que por primera vez perdió la batalla. Porque hay una Municipalidad que decidió enfrentar la mugre y colocar la basura en su lugar. Porque hay documentos, notificaciones y procedimientos que los desarman uno por uno y es evidente ya no pueden seguir mintiendo.
Hoy Brookfield, los viejos operadores del modelo Odebrecht y todos los que vivieron cómodamente del peaje de la corrupción entienden que la fiesta se acabó. Y terminó porque alguien por fin se atrevió a apagar la luz.





