Cultura

FALERÍSTICA PERUANA

Las condecoraciones son parte de nuestra historia, aunque en el Perú han resultado un tanto irrelevantes a pesar de su carácter de distinción. Famosas u olvidadas, están desperdigadas en retratos, grabados y resoluciones de gobierno que a mi me generan mucho interés.

Condecoraciones de Javier Perez de Cuellar. Foto: ANDINA / Cesar García.

 

Por: Rodrigo Saldarriaga.

Falerística: término derivado de la phaleare romana. Es una rama de la numismática que se ocupa del estudio, clasificación e inventario de las condecoraciones.

 

Había escrito en una columna pasada sobre la Orden del Sol -llamada actualmente “El Sol del Perú”- y los antecedentes de la misma desde 1821 a la par de la gesta emancipadora de los rebeldes contra la Corona Española, dando paso a su derogación en 1825 por la corriente liberal contraria a los méritos de tinte conservador y pro-monárquico, y su final restauración en 1921 por las celebraciones del Centenario.

Siendo esta la máxima condecoración del Estado del Perú en su nacimiento, y luego ya de la República Peruana durante y después del Oncenio, fueron casi cien años en que no hubo una orden civil de relevancia que otorgara el estado para felicitar u honrar a sus ciudadanos y visitantes de prestigio. Hubo si medallas de muchas clases, las cuáles fueron elaboradas para conmemorar efemérides o celebrar victorias bélicas y entregárselas a sus participantes. No tuvieron un carácter significativo y trascendente en nuestra historia, a diferencia de otras condecoraciones extranjeras que vieron la luz en el siglo XIX, y que si calaron en la simbología e incluso identidad de sus respectivas naciones, cito por ejemplo la Legión de Honor francesa (1802), la famosísima Cruz de Hierro (1813), la Cruz Laureada del Reino de España (1809), o situándonos en nuestra región, la Orden Imperial de la Cruz del Sur (1822), que sobrevive sin el título de “Imperial” en Brasil hasta nuestros días. Otras repúblicas americanas también imitaron el gesto de abolir órdenes civiles inspiradas en las de caballería, como México tras derrotar a la intervención francesa y fusilar al emperador Maximiliano de Habsburgo.

No obstante, y aunque la historia poco caso les ha hecho, y no sólo resultan olvidadas, sino que aparentan jamás haber existido, hubo dos “legiones al mérito” en el Perú, inspiradas sin duda en la que el emperador Napoleón I fundara para honrar a sus oficiales y soldados por sus méritos en la guerra, su lealtad al nuevo régimen, y claramente, obediencia incuestionable a su persona. El primero en aventurarse en copiar el gesto napoleónico fue el presidente peruano José Luis de Orbegoso.

En setiembre de 1835, De Orbegoso, considerando que “el mérito de los hombres ilustres que se han hecho célebres por sus virtudes y remarcables servicios debe exaltarse por todo Gobierno que se precie de justo”, crea una orden civil y militar con la denominación de “Legión de Honor del Perú”, la misma que “se compondría de un Jefe Supremo, doce grandes dignidades, treinta y seis comendadores, doscientos miembros de número, y cien supernumerarios”. Los portadores de la “legión”, como empezó a llamarse, gozarían en sus grados más altos, de una pensión dada por el tesoro público, y todos los legionarios estaban en la obligación de portar sus insignias con el lema “Al mérito relevante”. Con la victoria de los restauradores y chilenos sobre la Confederación Peruano-Boliviana, la condecoración fue abolida en 1839.

Cuarenta años habrían de pasar para que otra vez una condecoración peruana llevara este nombre, y sería de las manos de Piérola, quien, aprovechando la controvertida ausencia de Prado en plena Guerra del Pacífico, da un golpe y se adueña del poder. En mayo de 1880, el Califa- así le llamaban a Piérola- creó la Legión del Mérito para premiar a los militares que enfrentaban la invasión chilena. En su Utopía Republicana, McEvoy (1997) considera que la legión al mérito era “una muestra del desborde imaginativo pierolista”. La condecoración estaba dividida en tres clases, estando reservada la primera “para quienes se hubiesen hecho notar por acciones eminentes de valor o pericia militar en mar o en tierra” (Moya, 2003). La llamada Cruz de Acero de la Legión del Mérito consistía en “una banda de seda al cuello, color rojo de dos centímetros de ancho, terminada en una cruz griega de acero con guirnalda esmaltada” (McEvoy, 1997). El Califa la presidió acompañado del Gran Consejo de la Legión del Mérito y del Gran Libro de la República, en dónde el dictador tenía planeado apuntar todos los hechos heróicos de su régimen, iniciándolo con el Combate de Pacocha, que es un hecho para otra columna.

El final de la legión pierolista vino tras el desastre de las campañas terrestres, incapaces de detener el arrollador avance chileno. Por más uniformes, cruces de acero y bastones de mando, Piérola jamás fue un estratega militar y se convirtió en uno de los autores de la derrota que tanto mermó la moral del ejército peruano y llevó a la caída de Lima en manos de los regimientos invasores. Con su huida de la capital apenas terminadas las batallas de San Juan y Miraflores, dejó en el olvido también sus intentonas reformistas innecesarias en plena guerra, y por supuesto, de su Legión del Mérito.

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