Internacional

MANEJAR LA PANDEMIA O GENERAR MIEDO PARA SALVAR EL ORDEN SOCIAL

Por: Michel Maffesoli

No es cuestión de decir que la crisis sanitaria no existe, muchos de nosotros tenemos amigos que se han ido, o familiares que están afectados. Pero nuestro pesar y tristeza no debe hacernos olvidar que hay una crisis de mayor magnitud: ¡una crisis de civilización, si es que antes existía algo de esto!

Nunca podremos decir lo suficiente: “todo es símbolo”. Hay que tener la lucidez y el coraje de decir, usando una vieja palabra francesa, qué “monstruo” es símbolo. Incluso en sus aspectos monstruosos. A este respecto, y parafraseando lo que nuestros amigos situacionistas dijeron en su momento, ¡es conveniente, por tanto, elaborar un “verdadero informe” sobre el globalismo liberal!

Una interpretación liberal globalista de la epidemia

Puedo hacerlo, en primer lugar, anecdóticamente. Pero recordando que en su sentido etimológico: “an-ekdotos” es lo que no se publica, o lo que no se quiere hacer público. ¡Pero que, para las mentes agudas, no carece de importancia! Así que podemos hacernos esta pregunta: ¿por qué los multimillonarios se dedican a la filantropía? Porque, como sabemos, hay una estrecha conexión entre su moral y sus cuentas en el banco.

Bill Gates, preocupado por el “coronavirus”, financia en gran medida a la OMS. Sin olvidar su generosidad para darlo a conocer bien. Así, en Francia, el periódico “de referencia” que es Le Monde, olvidando su legendaria deontología, acepta, a cambio de un pago en efectivo, que el magnate en cuestión publique un artículo para explicar sus generosas preocupaciones concernientes al Covid-19.

Tal hecho está lejos de ser aislado. Quienes ejercen el poder económico, político y periodístico, sintiendo, para usar el título de George Orwell, que su “1984” está amenazado, intentan, en su lenguaje habitual, hacer olvidar a la gente que su preocupación es, sencillamente, el mantenimiento del nuevo orden mundial en el que ellos son los protagonistas esenciales. Y para hacerlo, exageran, hasta que tienen sed, el “pánico” de una pandemia galopante. Para usar un término de Heidegger (Machenschaft), ellos practican la intriga, la manipulación del miedo.

Generar miedo para salvar un mundo en decadencia

De hecho, había dos estrategias posibles: la estrategia de contención tiene por objeto proteger a todos, evitando que el desbordamiento de las infecciones provoque una sobrecarga de las unidades de cuidados intensivos que reciben casos graves. Protección organizada por un Estado autoritario y con la ayuda de sanciones, una especie de seguridad sanitaria obligatoria. Estrategia basada en cálculos estadísticos y probabilísticos de los epidemiólogos. Según el adagio moderno, sólo lo que es medible es científico. Otra estrategia, una médica (la medicina es un conocimiento empírico, un arte, no una ciencia, en todo caso se basa en lo clínico (experiencia) y no sólo en la medición): detectar, tratar, poner en cuarentena a los contaminadores para proteger a los demás ‒ estrategia altruista.

Ciertamente la impericia de un poder tecnocrático y economicista ha privado sin duda a Francia de los instrumentos necesarios para esta estrategia médica (pruebas, máscaras), ciertamente la organización centralizada y estatal no permite tales estrategias esencialmente locales y diversificadas. Pero esa estrategia también refleja la desconfianza generalizada del poder, de los políticos y de los altos funcionarios, hacia el “pueblo”. Proteger a las personas, aunque sea contra su voluntad, desafiando los grandes valores en los que se basa la socialidad: acompañar a los moribundos, rendir homenaje a los muertos, las reuniones religiosas de diversos órdenes, la expresión diaria de la amistad y el afecto. El confinamiento se basa en el miedo de cada persona en relación con la otra y la salida del confinamiento se enmarcará en reglas de “distanciamiento social” basadas en la sospecha y el miedo.

¡Asustar para salvar un mundo en decadencia! Asustar para evitar los levantamientos, de los que podemos decir, sin hacer de profeta, que no dejarán (y sobre todo no dejarán) de multiplicarse un poco en todas partes del mundo. No olvidemos que, en Francia, el confinamiento fue el resultado de dos años de revuelta de los chalecos amarillos seguidos de manifestaciones contra la reforma tecnocrática y liberal de las pensiones. ¡Se puede imaginar el odio del populo que anima a nuestras elites! Pero el espíritu de la revuelta está en el espíritu de los tiempos. Ortega y Gasset, en La revuelta de las masas habló de un “imperativo atmosférico” en este sentido. Este imperativo, hoy en día, es el de la revolución, si la entendemos en su sentido original: revuelta, para recuperar lo que la ideología progresista había intentado superar. Para volver a un tradicional y arraigado “estar juntos”.

Lo que hay detrás de la enfermedad estacional llamada “coronavirus”…

Es en contra de tal imperativo ‒el retorno a un orden de las cosas mucho más natural‒ que las diversas elites se empelan en azuzar el miedo, con el fin de asegurar que los valores sociales de los “tiempos modernos” continúen existiendo. En pocas palabras, la aparición del individualismo epistemológico, gracias a un racionalismo generalizado sobre la base de un progresismo salvador.

De hecho, en efecto estos valores los que dieron origen a lo que mi añorado amigo Jean Baudrillard llamó la “sociedad de consumo”, causa y efecto del universalismo de la filosofía de la Ilustración (siglo XVIII), de la que la “globalización” es el resultado completo. Todo ello culminando en una sociedad perfecta, se podría decir “transhumanista”, donde el mal, la enfermedad, la muerte y otras “disfunciones” habrían sido superadas.

Esto es lo que una enfermedad estacional que se ha convertido en una pandemia mundial está tratando de ocultar. Pero ciertamente las suposiciones, análisis, pronósticos, etc. sobre “el mundo de después” significa que lo que está en marcha es un verdadero cambio de paradigma que la ceguera de las elites gobernantes no puede ocultar. En efecto, las mentiras, los discursos vanos y los sofismas tienen cada vez menos fuerza. “El rey está desnudo”, y esto se empieza a decir cada vez más. Frente a lo obvio: la bancarrota de un mundo obsoleto, la evidencia teórica de las elites ya no tiene peso.

En los tiempos de la neolengua científica tipo Orwell…

Frente a esta creciente desconfianza, el “encendido” indefinido que caracteriza a la Casta en el poder está agitando la pantalla científica, tal vez sería mejor decir, para usar el término de Orwell, que utilizará la neolengua científica.

Vistiendo el traje de la ciencia, y mimando a los científicos, el “cientifismo” es de hecho la forma contemporánea de la creencia beata propia del dogmatismo religioso. Los espíritus confusos que tienen el monopolio del discurso público son, de hecho, los creyentes dogmáticos en el mito del Progreso, la necesidad de la globalización, la prevalencia de la economía y otros encantamientos de la misma agua.

 Se trata de un positivismo estrecho que, como nos recuerda Charles Péguy, no es más que una reducción mediocre del gran “positivismo místico” de Augusto Comte. La consecuencia de este estrecho positivismo es el materialismo sin horizonte que fue el sello por excelencia de la modernidad. Materialismo brutal que no puede ser enmascarado por los grandilocuentes, suaves, empáticos o simplemente frívolos discursos del poder político y de los “medios de comunicación principales” (el verdadero Ministerio de Propaganda) que le sirven la sopa.

Es porque no está arraigado en la experiencia colectiva que el “científico” puede ser reconocido por la sucesión de mentiras que se dicen a todo el mundo. El ejemplo de las sucesivas sinceridades sobre las máscaras o los test es, a este respecto, ejemplar. Pero estas llamadas mentiras científicas están en las antípodas de lo que es la ciencia auténtica.

Recordemos, aquí, la concepción de Aristóteles. Tener la ciencia de una cosa es tener asegurado el conocimiento de la misma. Es decir, consiste en mostrar cómo esa cosa es así y no de otra manera. Esto es lo que el “cientifismo” de las élites políticas y de varios expertos en medios de comunicación, que están convirtiendo la crisis sanitaria en un verdadero fantasma, están olvidando. Esto tiene como fin “sujetar” al pueblo y reforzar su sumisión.

¿Qué se esconde detrás de la populofobia de las élites?

Pulsando este “on” anónimo que es el Gran Hermano estatal, no sirve a la ciencia. Utiliza la ciencia con fines políticos o económicos: mantenimiento del consumismo, adoración del “becerro de oro del materialismo”, perpetuación del economismo de la modernidad. Esto es lo que dicen hasta la saciedad aquellos a quienes L.F. Céline llamó, con toda honestidad, el “rabâcher d’étronimes sottises” (los agitadores de tonterías), encargados de reformatear cualquier “quidam” sirviéndole la sopa del buen pensamiento. Y esto con el fin de mantenerla en una “cosificación” objetual que es la apuesta de la crisis sanitaria que se ha convertido en un fantasma cada vez más dominante. Para retomar la imagen del Gran Hermano y el psitacismo dominante, se trata en efecto de infantilizar al pueblo. Repitiendo, mecánicamente, palabras vacías que incluso aquellos que las usan no entienden, o lo hacen mal.

Considerar al pueblo como un niño incapaz de tomar buenas decisiones, incapaz de juzgar o discernir que es bueno para é y para la colectividad, esta es la esencia misma de la “populofobia” que caracteriza a las élites en quiebra.

En quiebra, porque una élite es legítima cuando se injerta en la sabiduría popular. Esto se expresa en el adagio: “omnis auctoritas ad populo“. Y hablar, de un auge del “populismo” es una señal de que el injerto no se ha afianzado, o ya no existe. Olvidando lo que una vez llamé la “centralidad subterránea” propia a la potencia del pueblo, ya no se podemos captar el impulso interior de la savia vital. Esta es la verdadera ciencia: tener un conocimiento esencial de la realidad sustancial, la de la vida cotidiana.

Esto es lo que son incapaces de hacer falsos sabios y verdaderos sofistas que distorsionan la razón auténtica, que se apoya en lo sensible, es decir, en lo Real. Hablar de populismo es ignorar la bondad de la gente, no entender nada de su “popularidad”.

Macron, voz de la burguesía moderna, del mundialismo liberal

El signo más evidente de esta desconexión es cuando se oye al actual inquilino del Elíseo hablar condescendientemente de las manifestaciones, como las del 1º de Mayo, como “discusiones” que deben ser toleradas. Se entiende, por supuesto, que tales discusiones no deben perturbar en modo alguno la labor seria y racional de la tecnocracia en el poder. La tecnocracia incapaz de escuchar la voz del instinto. La voz de la memoria colectiva, amontonada desde que ya no sabemos cuándo ni por qué. Pero memoria inmemorial, la de la sociedad no oficial, que debe servir de fundamento a la efímera sociedad oficial, la de los poderes fácticos.

Esta voz del instinto había guiado, tradicionalmente, la búsqueda del Absoluto. Y el de cualquier nombre con el que uno adorne a este. La encarnación del ser Absoluto es lo que podemos llamar, en honor a mi maestro Gilbert Durand, una “estructura antropológica” esencial. Y es esta investigación la que la modernidad ha tratado de negar popularizándola, “profanándola” en un mito del Progreso con un racionalismo morboso y un materialismo que no podría ser más estrecho. Esta es la fuente del consumismo y del globalismo liberal.  

Augusto Comte, para caracterizar el estado de la sociedad propia de los Tiempos modernos, acertadamente dicho, reductio ad unum. Uno de Universalismo, uno de Progresismo, uno de Racionalismo, Economismo, Consumismo, etc., es lo mismo. Es contra esta unidad abstracta que crece la ira, que aumenta la desconfianza. Y es precisamente porque intuye que los levantamientos no tardarán en llegar, que la Casta en el poder, la de los políticos y sus loros mediáticos, trabaja para despertar el miedo, el rechazo del riesgo, la negación de la finitud humana de la que la muerte es la forma acabada.

Es por intentar de frenar, o incluso romper esta difusa desconfianza que la élite desheredada utiliza hasta la caricatura los valores que hicieron el éxito de lo que yo llamaría “burguesía moderna”. Otra forma de decir globalismo liberal.

Individualismo de confinamiento contra humanismo integral

Esto que el Gran Hermano llama “confinamiento” no es otra cosa que el individualismo epistemológico que desde la Reforma Protestante ha hecho triunfar el “espíritu del capitalismo” (Max Weber). “Barreras gestuales”, “distanciamiento social” y otras expresiones de la misma agua no son más que lo que el estrecho moralismo del siglo XIX llamó “el muro de la vida privada”. O cada uno en su casa, cada uno para sí mismo.

Para decirlo con más fuerza, tomando prestado este término de Stendhal, esto es puro “egoísmo”, una forma exacerbada de egoísmo que olvida que la base de la vida social es un “estar juntos” estructural. La socialidad básica que nos recuerda el simbolismo de los balcones en Italia, Francia o Brasil no podría ser mejor.

La efervescencia en gestación servirá como un recordatorio útil de que un humanismo bien entendido, es decir, un humanismo integral, reposa sobre un vínculo de solidaridad, generosidad y reparto. Esta es la encarnación de lo absoluto en la vida cotidiana. Ya no se puede simplemente estar encerrado en la fortaleza de su “hogar”. Uno existe sólo con el otro, sólo a través del otro. Una alteridad que la orden de confinamiento no deja de olvidar.

Mascarada de máscaras y teatrocracia

Vamos a divertirnos con otra caricatura: la mascarada de las máscaras.

Recordemos que, así como la Reforma Protestante fue uno de los fundamentos de la modernidad desde el punto de vista religioso, Descartes fue uno de los fundamentos de la modernidad desde el punto de vista filosófico. Sean conscientes o no de ello, es en efecto bajo su égida que los proponentes del progresismo desarrollaron sus teorías de emancipación, sus diversas transgresiones de límites y otras temáticas de liberación.

Por lo tanto, Descartes, por prudencia, anunció que avanzaba enmascarado (“larvato prodeo“). Pero lo que era sólo una broma elegante se convierte en un mandato imperativo por el cual la élite cree que puede consolidar su poder. ¡Resucitado del antiguo, y a menudo perjudicial, theatrum mundi!

Nunca podremos decir suficientemente que la degeneración de la ciudad es correlativa a la “teatrocracia”. Que es la característica de las que Platón llama en el mito de la Cueva, “los titiriteros” (República, VII). Son los maestros de la palabra, mostrando maravillas a los prisioneros encadenados en el fondo de una cueva. La maravilla de nuestros días será el fin de una epidemia si sabemos respetar la pantomima generalizada: avanzar enmascarados. La espectacularidad generalizada. ¿No es esto lo que Guy Debord anunciaba cuando, después de La sociedad del espectáculo (1967), en un comentario posterior, habló del “espectáculo integrado”. Su tesis, conocida, es la alienación, es decir, volverse ajeno a uno mismo desde el consumismo, gracias al espectáculo generalizado. Esto lleva a la generalización de la mentira: lo verdadero es un momento de lo falso.

El simulacro de la casta, el entretenimiento de la máscara

En la teatralidad de la casta política, ¿no te recuerda nada? El falso se presenta enmascarado, como un bien. Lo que Jean Baudrillard llamó el “simulacro” (1981): máscara de lo real, que enmascara la profunda realidad de lo real. ¡Lo que Joseph de Maistre llamó “reiteración”!

Al igual que la serie americana “Holocausto”, la máscara consiste en provocar escalofríos disuasorios, (hoy en día el miedo a la epidemia, incluso a la pandemia) como “buena conciencia de la catástrofe”. En la implosión de la materia del economicismo dominante donde el valor de uso como lo analiza Aristóteles, es reemplazado por el valor de intercambio.

Esto es lo que los mostradores de marionetas, inconscientemente (son tan incultos) promueven. La máscara, símbolo de una apariencia, aquí de protección, no se refiere a ninguna “reiteración”, sino que se presenta como la realidad misma.

Para dar una referencia entre Platón y Baudrillard, ¿no es ese el “entretenimiento” de Pascal? Esta búsqueda de bienes materiales, el apetito por actividades inútiles, el dar a conocer más que el conocimiento auténtico, todas las cosas que, con la ayuda del lenguaje, constituyen la esencia del discurso político y el menosprecio de los medios de comunicación. Todas las cosas que apestan a mentira y tratan de ocultar el hecho de que la grandeza de la raza humana es el reconocimiento y la aceptación de la muerte.

La ideología de la pasteurización social triunfa para preservar las elites…

Para el Gran Hermano, el “crimen del pensamiento” por excelencia es el reconocimiento de la finitud humana. Desde este punto de vista, el confinamiento y la mascarada generalizada están en línea con el peligro real de cualquier sociedad humana: la asepsia de la vida social. Protección generalizada, evacuación total de las enfermedades transmisibles, lucha constante contra los gérmenes patógenos.

Esta “pasteurización” es, en muchos sentidos, encomiable. Cuando se convierte en una ideología tecnocrática es cuando se convierte en patógeno. Precisamente en el sentido de que niega o rechaza esta estructura esencial de la existencia humana, la finitud. Esto se resume en el recordatorio de Heidegger de que “el ser es hacia la muerte” (Sein zum Tode). A diferencia de la muerte que se ha descartado, la muerte debe ser asumida, ritualizada, incluso homeopática. En su sabiduría, la tradición católica había cristalizado esto muy bien al adorar a “Nuestra Señora de la Buena Muerte”.

Si se entiende bien que, en los casos de atención a personas contagiosas, los cuidadores observen todas las normas de higiene, enmascaramiento, distanciamiento y protecciones diversas, estas mismas normas aplicadas urbi et orbi, a las personas sospechosas a priori de ser contaminantes sólo pueden experimentarse como una negación de la naturaleza animal de la especie humana. Reducir todos los contactos e intercambios a meras palabras, o incluso a palabras sofocadas por una máscara, es en cierto modo renunciar al uso de los sentidos, a compartir los sentidos, a la socialidad basada en el contacto, en tocar al otro: abrazos, mimos y otras formas de tacto. Y rechazar la animalidad lo expone a uno al riesgo de la bestialidad: las diversas formas de violencia intrafamiliar que jalonan el encierro, así como las diversas denuncias son un testimonio convincente de ello.

El confinamiento como negación del estar juntos, la mascarada como una forma paroxística de teatralidad, todo esto intenta, para asegurar la permanencia del poder economicista y político, hacernos olvidar el sentido del límite y la intransitable fragilidad del ser humano. En resumen, la aceptación de lo que Miguel de Unanumo llamó “el trágico sentimiento de la existencia”.

Ante el triunfo final de la bonhomía popular: la sabiduría ecosófica

Es este sentimiento el que asegura, a largo plazo, la durabilidad del vínculo social. Este es el fundamento mismo de la bonhomía popular: la solidaridad, la ayuda mutua, el compartir, que la excesiva administración de la tecnocracia es incapaz de comprender. Es también este sentimiento el que, más allá de la ideología progresista, cuyo aspecto devastador es cada vez más evidente, tiende a favorecer un enfoque “progresista”. El del arraigo, el del localismo, el del espacio que uno comparte con otros. La sabiduría ecosófica. Sabiduría atenta a la importancia de los límites aceptados y vividos con serenidad. Todo esto nos permite comprender la misteriosa comunión que surge de las pruebas que no se niegan, sino que se comparten. Refleja la fecundidad espiritual, las demandas espirituales de las generaciones más jóvenes. Lo que expresa esta imagen de Huysmans: ¡”una coalición de cerebros, un crisol de almas”!

Es en efecto esta comunión, que a veces se expresa en forma paroxística. Los levantamientos pasados o futuros son su expresión completa. En estos momentos, las mentiras ya no son la respuesta. Y lo que es más, se vuelve en contra de los que lo pronuncian. Esto no es lo que Boccaccio señala en el Decamerón: “El engañador está a menudo a merced de aquel a quien ha engañado. “Aceptemos esto como un presagio”. 

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