Por SERTORIO
Los pueblos de Europa sufren una derrota cotidiana, se ven atacados en su identidad, en su bienestar y en su seguridad de forma regular, persistente, obstinada, incesante… Pero apenas defienden lo que es suyo, lo que han heredado de las pasadas generaciones, que trabajaron y lucharon para dejar una herencia que sus descendientes dilapidan o entregan al recién llegado. Tres mil años de historia se van por el sumidero y ya somos extranjeros en nuestras propias patrias.
Estamos perdiendo una guerra no declarada, silenciosa, gradual
Para sobrevivir a un ataque es esencial adquirir conciencia de que se sufre una agresión, de que una voluntad malévola busca nuestro daño y la ruina de todo lo que más valoramos. Sin embargo, el hecho más reseñable de nuestra época es que apenas existe la conciencia de que se está produciendo un deterioro; incluso un anhelo de muerte se extiende entre nuestros pueblos y se disuelven con maníaca alegría elementos esenciales para la supervivencia de nuestras sociedades, como la propia reproducción biológica del cuerpo social, indispensable para la continuidad de una cultura. El enemigo ha conseguido esterilizar cuerpos y almas.
¿Por qué pasa todo esto?
Porque hemos perdido conciencia de comunidad, de pueblo, de nación. Porque el hedonismo liberal ha degradado la persona a la triste condición de individuo, de átomo, de mónada igualitaria, sin identidad, patria, familia o religión, al convertir a las sociedades orgánicas en aglomeraciones de cuerpos sin más lazos comunitarios que los de producir y consumir. El nihilismo se vuelve la única cosmovisión posible en un mundo donde el individuo vive para la búsqueda del placer inmediato, del capricho más arbitrario y de la fantasía más aberrante, que son el fin último de toda existencia, ya que el homo œconomicus se justifica a sí mismo, sin un límite superior, sin jerarquías espirituales, sin lazos comunes de ninguna clase que lo limiten. Por eso no es persona y deviene cada vez más objeto. La sórdida obsesión economicista de los liberales alcanza así su culmen: convertir a las personas en mercancía; productos creados iguales, en serie, intercambiables y estandarizados. Nunca se ha visto un disolvente social más poderoso, el más dañino que se ha conocido en la historia. Y el europeo sin alma, bien fungible él mismo, desesperado juguete de sus deseos de consumo, no tiene otra salida que el anhelo de muerte, que el ansia de extinción que late detrás de su hedonismo vulgar, de su vacío.
Nuestras sociedades, nuestras culturas y nuestras naciones están siendo rociadas con este ácido corrosivo y los tejidos que han conformado el rico y variado tapiz de la civilización europea se están quemando, rasgando, agujereando. ¿Tiene arreglo este destrozo? Y, sobre todo, ¿quién ha lanzado este ácido?
La cultura europea ha sido traicionada por sus dirigentes, por sus oligarquías, a las que sería un error denominar élites. Desde 1918, el poder en Europa ha pasado de los Estados a los poderes financieros que, a través de las «democracias» liberales, han convertido a los dirigentes políticos en sus empleados, en sus factores, en sus ejecutivos. Los sistemas llamados «democráticos», en realidad democracias formales, son un mero disfraz del poder del dinero, que es quien decide qué opciones se publicitan y cuáles quedan fuera del mercado político. Son estos poderes apátridas, usurarios y anónimos los que someten a los países al despotismo de los mercados y son los que dictan políticas comunes para todo territorio sometido a sus intereses. Su instrumento geopolítico son los países anglosajones, en especial Estados Unidos e Inglaterra, que ejercen la función coercitiva militar que no se puede implementar desde los despachos de Londres y Nueva York.
El nihilismo tiene en los países anglosajones su centro de irradiación. Europa, ocupada por los americanos desde 1945, lo ha adoptado con más intensidad que la propia América; de hecho, la ideología woke se origina en Francia, aunque sea en las universidades americanas donde la French Theory adquiere su agresividad puritana y militante. Son las potencias anglosajonas las que difunden los valores disolventes del liberalismo hedonista y las que están convirtiendo a las naciones de nuestro continente en su última colonia, en su India. No hay mejor ideología que la woke para desmoralizar a un pueblo, para conseguir que se odie a sí mismo y, después, esclavizarlo y, en un futuro, sustituirlo. No otra cosa han hecho los ingleses a lo largo de su historia que trasladar pueblos de un lugar a otro y convertir sus colonias en laberintos de minorías enfrentadas: divide y vencerás. Para ello han tenido la ayuda de las oligarquías nativas, que se lucran con los grandes negocios multinacionales de los que cobran como comisionistas. Ellos son los indispensables Kollabos del poder yanqui. Tan asumida tienen la ideología de sus amos que son más radicales que los propios sahibs y su visión del mundo es aún más anglosajona que la de sus patronos. Algo típico de todo pueblo colonizado y de las capas de nababs colaboracionistas, que son indispensables para mantener el status de la dominación
La guerra de Ucrania ha sido un buen ejemplo de ello, sobre todo en esa entelequia política llamada Alemania; entidad de razón carente de la menor soberanía, que acepta la ruina de su poder económico con una sumisión que roza el masoquismo nacional. La falta de respuesta tras la voladura de los gaseoductos Nord Stream y la política suicida de ruptura con Rusia –principal proveedor de energía barata, esencial para la industria germana– sería calificada como de alta traición en una Alemania que no estuviera gobernada por títeres, por quislings. Ninguna nación independiente toleraría un atentado semejante a su soberanía y a sus intereses. Eso sólo pasa cuando las clases dirigentes de toda Europa traicionan a sus patrias. Cuando son uña y carne con la metrópoli. Perros encadenados por el nefasto vínculo trasatlántico.
La guerra de extinción que padece Europa es obra de sus oligarquías políticas y económicas, cuyo centro se haya en Bruselas, pero al que las órdenes le vienen de Washington. Si queremos sobrevivir al imperio americano, si queremos ser agentes y no pacientes de la historia, las oligarquías han de ser desposeídas y expropiadas. No existe otro remedio, no hay otra salida. Si queremos defendernos con éxito del enemigo externo, primero hay que deshacerse del enemigo interno. Ésta es la verdadera guerra que azota a Europa. Y la han iniciado ellos.