Por: Fernando Paz
En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx recordaba una sentencia de Hegel que hacía referencia a que todos los grandes hechos y los principales personajes se presentan dos veces en la historia: “pero” –corregía Marx al maestr – “Hegel se olvidó de agregar que la primera vez aparecen como tragedia y la segunda como farsa”.
Lo que estamos viendo en Venezuela estos días es la versión “farsa caribeña” de la tragedia que se vivió en esa Unión Soviética en que Lenin convirtió al impero ruso. Un destilado grotesco, de menor letalidad –no lo tenía difícil– que la del experimento bolchevique, pero también mortífero. Y de nuevo, otra vez, a través del hambre.
El hambre con que somete el mastuerzo caribeño a su pueblo no es, ni mucho menos, algo novedoso en el universo de la Humanidad Progresiva; el hambre, como percibió certeramente Lenin, “mata la fe en Dios y en el zar”. Durante la guerra civil, el demiurgo de Simbirsk permitió la ayuda humanitaria cuando el canibalismo comenzó a extenderse por Rusia, solo para apropiarse de ella y seguir requisando el grano, lo que extendió la hambruna por todo el campo; una década más tarde Stalin decidió aplicársela en su forma más radical a una decena de millones de campesinos sobrantes en la patria proletaria.
El hambre es una de las formas más crueles en las que el comunismo hace la guerra a su propio pueblo, una variante específica del socialismo real. En China, los comunistas hicieron del hambre un arte; la historia oficial del país admite hoy unos 38 millones de muertos solo en la operación conocida como el “Gran Salto Adelante”, que tuvo lugar a fines de los cincuenta.
Pero el hambre no es el único elemento común entre esta farsa de hoy y la tragedia que le antecedió; del mismo modo que Lenin cerró la Asamblea Constituyente cuando perdió las elecciones para otorgar a los Soviets todo el poder, Maduro ha relegado la Asamblea Nacional venezolana en favor de sus propios soviets, la nueva Asamblea Nacional Constituyente.
Y del mismo modo, cuando la guerra mundial primera llegó a su cénit en Rusia, en 1917, los soldados –de origen campesino– abandonaron las filas del ejército para regresar a su hogares; Lenin sentenció entonces que los soldados estaban votando con los pies; lo que hoy han hecho tres millones de venezolanos, abandonado un país apocalíptico que comienza a tomar aspecto de guerra mundial zeta, es exactamente eso: votar con los pies.
A Maduro le han susurrado con acento cubano que venda la situación del país como consecuencia de un bloqueo, de modo que esa hambre se le deba al enemigo externo, qué mejor aglutinante. Pero ya no hay margen para una propaganda que, por una vez, llega demasiado tarde. Son demasiados los compatriotas que nutren la diáspora, y es excesivamente evidente que el destino del petróleo de Maracaibo está en los oleoductos gringos como para que cuele.
Muchos son quienes se oponen a la intervención militar en Venezuela, sin reparar en que ésta ya lleva tiempo produciéndose: la de la casta militar de Maduro contra su propio pueblo. La amenaza contra un poder extranjero que invadiese el país es solo un fantasma que agitan porque saben que la farsa, al contrario que la tragedia, esta vez no terminará con la victoria comunista en una guerra civil.
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