Cultura

DIOS Y DESPUÉS TODO LO DEMÁS

Por: Pedro Luis Llera

Acabo de encontrar por casualidad una perla en el perfil de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Una perla que resume perfectamente lo que es el liberalismo: «Libertad y después, todo lo demás».

Los católicos ponemos a Dios en primer lugar y después, todo lo demás. La diferencia es sustancial, abismal. Lo primero es el Bien, la Verdad, la Caridad. Porque Dios es el Bien y la Verdad; Dios es Caridad. Dios, primero y después, todo lo demás. Una libertad que no sea para el bien, para la verdad y para la caridad no es verdadera libertad, sino licencia para el mal: libertinaje. La libertad sin Dios es la rebelión de Satanás: no obedeceré, “non serviam”. La libertad para desobedecer a Dios es pecado mortal y solo puede conducir a la muerte y al mal: eso es el aborto, la eutanasia y todas la leyes contra Dios aprobadas por los impíos y los apóstatas.
Para un católico, la libertad consiste en poder elegir el mejor camino para llegar a Dios, para salvar el alma, para llegar al fin para el que hemos sido creados: la felicidad absoluta y para siempre, que es el cielo. El hombre puede elegir los medios pero no el fin. Y los medios han de ser adecuados al fin. No vale todo.
Para un liberal, el fin justifica los medios porque son maquiavélicos. Para alcanzar el poder o mantenerse en él vale todo: puedes aparentar ser bueno o hacer el mal, si es necesario. Un liberal cree que la libertad es la licencia para hacer el bien o el mal: según su propia voluntad. Si quiero hacer el bien, lo hago; pero si quiero hacer el mal, soy libre para hacerlo. «Hágase mi voluntad y no la Voluntad de Dios».
El orden de prioridades de un católico está claro: primero Dios, siempre Dios, solo Dios. Los carlistas dicen «Dios, patria, rey». Pero lo primero, Dios. Sólo Dios y nada sin Dios. La Ley de Dios es lo primero. La salvación de las almas es lo primero. Y el bien común deber estar ordenado a Dios: a la salvación de todos. Porque la felicidad, todo lo que siempre todos hemos deseado es Cristo. Así que todo ha de estar ordenado a Cristo.
Pero los liberales no aceptan a Cristo como Principio y Fin, porque ellos creen que el hombre es fin de sí mismo y que cada uno busca la felicidad donde quiera buscarla: en el hedonismo, en el sexo, en el lujo, en el placer, en los viajes sin sentido… Nadie me puede imponer una felicidad que yo no quiero. Como si el barro pudiera rebelarse contra el Alfarero. Como si la criatura pudiera rebelarse contra su Creador. Como si el hombre fuera creador de sí mismo y de su propia felicidad. Como si el hombre fuera dueño y señor de su vida, cuando la vida está siempre en manos de Dios.
La libertad no es un absoluto. El absoluto es Dios: el Bien, la Justicia, la Verdad, la Felicidad. La libertad no puede estar por encima del Bien. El bien debe estar por encima de todo. No somos libres para matar, para robar, para la idolatría, para el adulterio, para la fornicación, para el egoísmo y para el narcisismo. El mal no es un derecho. El mal es mal y hay que combatirlo.
Hay que obedecer a Dios, porque Dios es el Bien. Y rebelarse contra Dios es soberbia. Imitemos a María: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». La mayor libertad es la de ser esclavo del Señor. Esa es nuestra felicidad y nuestro mayor bien. Pero el hombre soberbio quiere ser como Dios y desobedece a Dios.
«Como con el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, también en la gestación subrogada se terminará imponiendo la jerarquía de la libertad». Esa supuesta «jerarquía de la libertad» es la jerarquía para el mal: para no obedecer a Dios, sino para rebelarse contra Él. El aborto, el divorcio, la eutanasia, el matrimonio homosexual o los vientres de alquiler son pecados mortales que no conducen al bien común, sino al infierno.
Por eso nunca habrá paz entre liberales y católicos. No puede haberla: es Dios o el pecado. El bien o el mal. La ciudad de Dios contra la ciudad terrenal:
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial.
Son las Dos Banderas de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio:

“El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Cristo llama y quiere a todos debajo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debajo de la suya.

El 2º: composición viendo el lugar; será aquí ver un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer.

El 3º: demandar lo que quiero; y será aquí pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos me guardar, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle.”

La bandera de Lucifer es la bandera liberal. Y aparentemente esa bandera está ganando por goleada la batalla. Pero la guerra la ha ganado Cristo. Porque en la cruz, Nuestro Señor ha derrotado de una vez por todas a Satanás y a sus huestes.

Por eso, aunque seamos pocos, aunque parezca que no tenemos nada que hacer; aunque parezca que somos el hazmereír del mundo entero quienes estamos bajo la bandera de Cristo, da igual: la victoria es nuestra. No de liberales ni de libertarios ni de anarquistas. El Bien es Dios y los cristianos debemos cumplir sus Mandamientos. Y cuanto más obedientes, más libres y más felices. Y cuanto más rebeldes y más pecadores, más esclavos de Satanás y más desgraciados. La libertad de los hijos de Dios es la libertad de creer que es posible vivir en este mundo cumpliendo la voluntad de Dios, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,29).

La jerarquía de la libertad debe dejar paso a la soberanía de Dios. Hacer la Voluntad de Dios es ser realmente libres. Y la soberbia y la autodeterminación es esclavitud y necedad.

El régimen liberal que aprueba el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual o la gestación subrogas (o vientres de alquiler) es el reino de Lucifer: de la libertad de la soberbia de Satanás, de la revolución, de la rebelión contra Dios.

Los católicos tradicionales, los tradicionalistas, queremos que los individuos, las familias y la sociedad obedezcan la voluntad de Dios y cumplan sus Mandamientos. Dios es el Señor, el centro, el Principio y el Fin.

Y el mal hay que combatirlo siempre.

Solo acabaremos con el mal cuando Cristo reine, cuando la Caridad sea la Ley, cuando todos vivamos en gracia de Dios: bautismo, confesión, penitencia, comunión sacramental, adoración a Jesús Sacramentado… Así se vence al mal.

Nada sin Dios: ni política sin Dios, ni filosofía sin Dios, ni teología sin arrodillarse ante Dios.

Sobra soberbia. Falta humildad. Sobra odio y muerte. Falta caridad.

Falta amor a Dios y a María Santísima. Recemos el rosario, tengamos una vida sacramental intensa.

Convertíos. El Reino de Dios está cerca.

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