
Por: Luciano Revoredo
La Iglesia Católica debería ser baluarte inquebrantable de la verdad y la justicia divina, el cardenal Carlos Castillo Mattasoglio emerge como un ejemplo alarmante de apostasía disfrazada de compasión.
Sus recientes declaraciones, pronunciadas durante una homilía en el Callao con motivo de la llegada del Señor de los Milagros, no son más que un escandaloso relativismo que socava los fundamentos de la doctrina cristiana.
Al urgir a “escuchar la voz de los jóvenes” de la Generación Z, a quienes se les ha “acusado de terroristas cuando no lo son”, Castillo no solo minimiza el horror del terrorismo en el Perú, sino que se posiciona como un apologista de criminales, comunistas y agitadores violentos.
¿Dónde queda la autoridad moral de un purpurado que prefiere el aplauso de las plazas tomadas por una chusma ignorante e ideologizada a la defensa de la fe inmutable?
Castillo, en su afán por sonar “progresista”, equipara las protestas de 2020 —que incluyeron saqueos, vandalismo y enfrentamientos que costaron vidas como las de los prontuariados Inti Sotelo y Bryan Pintado— con una mera “expresión de armonía” a través de bailes y TikToks. “Se replegaron, pero ¿los has visto bailar en las plazas? ¿Por qué bailan? Porque ansían la armonía, el encuentro”, dice el cardenal, como si el caos de las calles limeñas fuera equivalente a una kermesse parroquial.
Esta complicidad imperdonable ignora que entre esos “jóvenes” hay infiltrados de ideologías extremas que han reivindicado la violencia como herramienta política, desde el MRTA hasta resabios senderistas que hoy operan bajo banderas “antifascistas”.
¿De qué autoridad moral goza Castillo para defender a tales elementos? Como arzobispo de Lima, su rol es custodiar el depósito de la fe, no diluirlo en un panfleto de derechos humanos ambiguo.
La Iglesia siempre ha condenado el terrorismo sin ambages: es un pecado mortal contra el quinto mandamiento, un atentado contra la dignidad humana creada a imagen de Dios.
Pero Castillo, en su homilia, no menciona la necesidad de arrepentimiento, de justicia restaurativa o de discernimiento entre la legítima protesta y la sedición armada.
En cambio, llora por Mauricio Ruiz Sanz de pseudónimo T.rvko (léase Terruco), un tiktoker y rapero creador de música violentista, muerto en las movilizaciones, pidiendo que su “alegría” siga desde el cielo, mientras omite condenar el contexto de violencia que lo rodeaba.
El cardenal rojo de Lima se alinea con narrativas izquierdistas que pintan a los acusados de terrorismo como víctimas inocentes, ignorando evidencias judiciales de radicalización en universidades y redes sociales.
Defiende a comunistas que sueñan con el paraíso proletario a costa de fosas comunes. A criminales que lanzan cócteles Molotov y pirotécnicos al cuerpo de policías para quemarlos vivos.
Su silencio sobre estos actos de terrorismo urbano es más fuerte que sus palabras: ha abdicado de su autoridad moral para convertirse en un capellán de la anarquía.
Peor aún, este descuido no es aislado; es un patrón permanente en su vida que revela un abandono sistemático de la preservación de la fe.
Castillo critica a los líderes políticos por su “falta de servicio genuino” —un reproche válido, pero que extiende hipócritamente a la Iglesia misma, llamando a una “autoexaminación” sin profundizar en la ortodoxia doctrinal.
¿Dónde está su defensa de la vida desde la concepción, amenazada por agendas proaborto impulsadas por los mismos círculos “juveniles” que él ensalza? ¿Dónde su rechazo a la ideología de género, que permea las “armonías” bailadas en plazas y parroquias?
La Generación Z, a la que idealiza, es la más secularizada de la historia: encuestas globales muestran que solo el 20% de ellos se identifican como católicos practicantes, y muchos abrazan el ateísmo materialista o el sincretismo new age.
En lugar de evangelizarlos con la verdad eterna Castillo los valida en su “ansia de encuentro” sin confrontar su alejamiento de Dios.
Esto no es misericordia; es negligencia criminal. La fe no se preserva bailando con el mundo, sino combatiéndolo, como enseña el Catecismo: “La Iglesia debe rechazar la violencia en todas sus formas” (CCC 2302), pero también debe repudiar el relativismo que la disuelve.
El cardenal Castillo, con su retórica empalagosa, no solo traiciona a las víctimas del terrorismo —familias destrozadas por bombas y ejecuciones extrajudiciales—, sino que erosiona la credibilidad de la Iglesia en un Perú herido.
Urge que Roma intervenga: ¿Cuánto tiempo más toleraremos que un sucesor de los apóstoles priorice el aplauso de TikTok sobre el Evangelio?
La fe católica no es un club de baile; es una cruz que exige verdad y sacrificio. Castillo ha elegido el camino ancho. Que Dios lo ilumine, o que la historia lo juzgue como el pastor que dejó que lobos rapaces disfrazados de ovejas devoraran el rebaño.




