La columna del Director

¡YO TERRUQUEO!

Por: Luciano Revoredo

 

Yo terruqueo. Y lo hago sin anestesia y sin pedir permiso a los guardianes de la corrección política que pululan en las redes sociales y en los corrillos de la izquierda caviar.

Porque terruquear no es un insulto: es un acto de higiene mental. Es llamar al pan, pan, y al terrorista y sus cómplices, terrorista. Pero en nuestro país, donde la doble moral de la izquierda impone las reglas del debate, decir la verdad te convierte en el villano.

Mientras tanto, los mismos que inventaron el verbo “terruquear” para victimizarse y desviar la atención, nos metieron en Palacio a un senderista camuflado como maestro rural y llenaron el Congreso de terroristas reciclados de traje y corbata.

Recordemos los hechos, porque la memoria es el primer enemigo de la farsa. Pedro Castillo, el “profesor” rural, no era un inocente campesino. Era un tipo cuya filiación senderista era más que evidente a través de su participación en el MOVADEF, que rodeaba su campaña de personajes con currículum en Sendero Luminoso, y que una vez en el gobierno intentó disolver el Congreso a la fuerza, como buen aprendiz de dictadorzuelo aliado del terror.

Pero cuando los sectores democráticos y patriotas se opusieron a él desde que inició su deplorable vida política ¿Cómo reaccionó la izquierda? No con autocrítica, sino con llanto: “¡Lo terruquean! ¡Pobrecito, es un perseguido político!”. Claro, perseguido por la realidad, que es una cazadora implacable.

Pero el colmo de esta opereta de mal gusto es el Congreso. Ahí entraron varios “ex” terroristas, reconvertidos en defensores de la democracia. Y la estrella del momento: Guillermo Bermejo, condenado recientemente por la justicia por sus vínculos con remanentes senderistas. Condenado, no es un rumor de TikTok, no es un tuit anónimo: es una sentencia judicial.

Bermejo, el mismo que posaba de revolucionario en la selva y lloraba en entrevistas porque “lo perseguían” era y es terruco. Pero no faltan los que lamentan la condena, se ponen la camiseta de víctimas y gritan “¡Terruqueo!” para tapar el hedor a pólvora y anfo que los rodea.

Ellos inventaron “terruquear” como un escudo mágico: di “terrorista” y ¡zas!, eres un facho, un fanático de derecha, un enemigo del pueblo. Es su forma de desviar la atención de lo verdaderamente grave: que los terrucos no desaparecieron con la captura de Guzmán. Mutaron. Hoy operan en formas de terrorismo urbano: bloqueos de carreteras que paralizan el país, infiltración en universidades, oenegés y sindicatos, violencia selectiva disfrazada de “protesta social”.

Son los mismos que queman comisarías en nombre de la justicia y luego piden indulto para sus compinches condenados, son los que toman plazas y calles con disfraz generacional, son los que toman aeropuertos y queman policías vivos, son los terrucos de siempre.

Por eso yo terruqueo, porque reivindico el arte de las definiciones y deploro el vicio del eufemismo. Llamar las cosas por su nombre no es odio: es claridad.

Si alguien defiende ideas que mataron a decenas de miles de peruanos, que volaron torres y masacraron pueblos enteros, hay que llamarlos por su nombre. La doble moral de los rojos y caviares es obscena.

Yo terruqueo porque alguien tiene que hacerlo. Porque en un país donde un senderista llega a Palacio y sus amigos al Congreso, callar es complicidad.

Que lloren los hipócritas, que inventen más verbos para victimizarse. Yo sigo terruqueando: alto, claro y sin remordimientos.

 

 

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