Internacional

TAMBORES DE GUERRA

En Washington y en otras ciudades, las multitudes se lanzaron a la calle este sábado 12 de diciembre en apoyo del presidente Donald Trump

Por: Sertorio

La reconquista del poder por la oligarquía americana era inevitable, ya fuera en este año o dentro de otros cuatro. El golpe de Estado electoral del Partido Demócrata y del Deep State ha deslegitimado a la “democracia” americana ante buena parte de su propio pueblo, pero eso le tiene sin cuidado a una élite que sólo quiere retomar un poder que se le había escapado de las manos contra todo pronóstico. Urgía acabar con Trump. No hay que olvidar que un número que ronda el 50% de los electores demócratas cree que ha habido fraude, pero lo da por bueno, como sucede con toda la prensa occidental: el fin justifica los medios, viejo axioma de la razón de Estado… profundo. Con todo, era imposible que el trumpismo sobreviviera más de ocho años. La toma del poder por la oligarquía y su testaferro, un tal Biden, deja al mundo en la situación en la que se había quedado en 2016, cuando la agresiva política exterior de Obama —de haber triunfado Hillary Clinton— estaba a punto de originar una serie de gravísimos conflictos internacionales. La política pacífica y aislacionista de Trump evitó una guerra con Corea del Norte, otra con Irán y quién sabe si una confrontación abierta con Rusia. Ahora, con la camarilla de Silicon Valley y Davos al timón de los Estados Unidos, es muy posible que esos frentes se reabran. Desde luego, no tardaremos en ver cómo los islamistas vuelven a la carga en Siria y en Libia, cómo se vuelve a incendiar el Cáucaso y cómo las revoluciones de colores de la factoría Soros vuelven a desestabilizar el Este de Europa. Y no olvidemos que la administración Biden significa la luz verde al alud migratorio y a la deslocalización industrial en Occidente.

Los bastiones frente a este poder abrumador de la oligarquía mundial, que está a punto de convertir el planeta en un inmenso manicomio, son escasos y de una potencia muy inferior a la de los megamillonarios que pagan el Nuevo Orden Mundial: los países de Visegrado, Rusia, Irán, quizás China…, potencias que no pueden permitirse más que un combate defensivo y limitarse a no perder demasiadas posiciones, como se ha podido ver en el caso de la claudicación rusa durante la malhadada guerra de Artsaj, un triunfo más del islam sobre una cristiandad en incesante retroceso, prácticamente borrada del mapa del Próximo Oriente en los últimos veinte años gracias al apoyo americano al wahabismo saudí (voluntarios islamistas de Siria combatieron en Artsaj). De poco le va a servir a Moscú el haber abandonado a los armenios para aplacar el panturanismo[1] de Ankara. Los nuevos mandatarios americanos no tardarán en volver a incendiar el Cáucaso. Una de las prioridades de la OTAN es crearle un nuevo Afganistán a Rusia. Sin duda, Putin debe ser prudente porque rige una potencia mucho más débil que Estados Unidos y sus cipayos europeos, pero Rusia tampoco puede sobrevivir a una política de repliegue continuo. No dude el lector de una cosa: habrá más guerras, más violentas que las de los años precedentes y las intervenciones americanas se multiplicarán en todo el mundo.

Pero más que estas cuestiones, lo que debemos preguntar los europeos nativos, los que lo somos por la sangre y la tradición y no sólo por los papeles, es hasta qué punto el cuadro institucional al que nos hemos acostumbrado en los últimos siglos es beneficioso o nocivo, en especial cuando se trata de las estructuras estatales. Como se ha visto con claridad en el caso americano y se evidencia todos los días en Europa, los Estados son un agente desnacionalizador. El Nuevo Orden Mundial no atenta contra los Estados, que son divisiones administrativas muy útiles, sino contra las naciones, contra las comunidades de tradición europea y cristiana, a las que trata de extinguir y marginar. La dimensión abstracta del Estado, despojada de sus lazos de sangre y tradición con la comunidad popular que la sustenta, proviene de la Revolución, cuando la vieja Francia fue parasitada por una República que ha destruido todas las señas de identidad francesas para sustituirlas por una serie de principios abstractos, fruto de la ideología ilustrada, que se impusieron definitivamente con la III República y su “cruzada” contra todas las supervivencias históricas de la comunidad nacional. No es de extrañar, por eso, que sea la “Francia” actual uno de los países europeos cuya extinción nacional parece inminente.

El Estado, como instrumento, como abstracción igualitaria, como establo legal del ganado humano, como producto de las teorías jurídicas, es una herramienta perfecta para erradicar la identidad de un pueblo, para reducir a los españoles, húngaros o japoneses a la simple categoría de ciudadanos sin rostro de un espacio de derechos, de consumidores indiferenciados de una serie de prestaciones sociales. Cuando Íñigo Errejón, epítome del político progresista y correcto, decía que la patria era un hospital, afirmaba una realidad más siniestra que la simple enunciación de la decadente sofistería socialdemócrata, esa sífilis del espíritu que está matando a Europa. También podría haber comparado su visión de la patria con una granja avícola, con una piscifactoría o con una operación matemática que todos hemos padecido en la infancia: la reducción a un mínimo común denominador; no otra cosa es la política de nuestro tiempo, la apoteosis del hombre sin atributos: sin patria, sin tradición y hasta sin sexo, un perpetuo menor de edad, un enfermo desde la cuna hasta la sepultura, una víctima vocacional, que vegetará cien años dejando que Mamá-Estado piense por él y hasta que le dirija en asuntos tan personales como la alimentación o su propia muerte. Porque

El ciudadano del orden homomatriarcal vigente en Europa es individuo, pero no es persona

el ciudadano del orden homomatriarcal vigente en Europa es individuo, pero no es persona; millones de pollitos acogidos por las alas de la gran Gallina-Madre pían y pían en la granja donde nunca se apagan las luces y la temperatura es constante. Sus antepasados fueron águilas que volaban solas por el alto cielo, a la intemperie. A Errejón, como a toda la gente de izquierdas en general, no le gustan las águilas: Doloy orlá! (¡Abajo las aguilas!) gritaba la chusma soviética en febrero de 1917 cuando se derribaba el símbolo de la grandeza rusa, el águila bicéfala.

Una vez que se enajena la soberanía a poderes supranacionales y supraestatales, que es lo que está pasando en Occidente, lo lógico es que los elementos que pueden servir de recordatorio de la soberanía perdida, en especial el sentimiento nacional, desaparezcan, y con ellos las señas de identidad y el orgullo de pertenecer a una determinada cultura. Toda la ofensiva deconstructora de las universidades anglosajonas y de sus satélites europeos tiene como fin precisamente el que despreciemos nuestro legado, el que nos sintamos culpables por ser blancos, cristianos y occidentales, y el que creamos que todo es igual, que todo vale lo mismo, objetivo supremo de la racionalidad ilustrada: el hiphop es igual que el ballet clásico, Bansky que Ticiano, Dario Fo o Bob Dylan ganan el mismo premio Nobel que obtuvieron Kipling, Pirandello y Juan Ramón Jiménez.

Todo vale lo mismo en un mundo de iguales: nada.

Frente a esta apisonadora global, la respuesta debe ser una firme defensa de nuestra identidad. No lo olvidemos: esta gente quiere destruir a los pueblos, amalgamarlo todo en un engrudo multicultural equivalente al fracasadísimo melting pot americano, esa soez olla podrida hecha con desperdicios de todas las culturas del mundo. Las categorías que antes nos parecían válidas ya no lo son. El Estado ya no es la nación, sino justo todo lo contrario: su peor enemigo. Nuestra lealtad está con la comunidad nacional, no con el Estado, que sólo es un instrumento administrativo, que ha perdido su carácter sacro y trascendente, sus lazos con la nación a la que debería servir. Por eso resulta conmovedor ver cómo los militares retirados mandan carta tras carta a un rey que forma parte de la élite mundial advirtiéndole del peligro que corre España, el Estado-nación que ya, ahora mismo, no existe, que es una ficción legal, un simple activo en las carteras de los fondos de inversión internacionales, una circunscripción en quiebra de la Unión “Europea”. Por un lado, existe España, la patria del pueblo español. Por el otro, está el Estado español de la izquierda hispanófoba o Reino de España de la derecha de la izquierda; en todo caso una abstracción legal que nos está matando. No confundamos los términos. Ni las lealtades: o la Nación o el Estado. Conviene que lo tengamos bien claro porque suenan tambores de guerra.

 

[1] ‘Panturanismo’: movimiento político que aboga por la unión de todos los pueblos uralo-altaicos,​ es decir, los pueblos túrquicos de Turquía y Asia Central. (N. d. R.)

 

© El Manifiesto

2 Comentarios

  1. Aunque la revista de la oligarquía mundial ha sacado en su portada la bandera de EEUU atravesada por un rayo. O sea cuentan con la división de ese país o la alientan, han decidido que el grande sea China y sus fábricas de virus.

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