En el Evangelio de San Lucas (2, 6-7) leemos: «Y sucedió que, mientras estaban allí [en Belén], le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, pues no había sitio para ellos en la posada». El pasaje suele interpretarse así: José viaja desde Nazaret a Belén para empadronarse, estando su esposa en estado de avanzada gestación; pese a que su estirpe es oriunda de Belén, José no tiene casa familiar donde alojarse, ni tampoco casa de un deudo que pueda hospedarlos, viendo a María a punto de romper aguas; José, entonces, busca habitación en una posada, pero todas están ocupadas (o los desalmados posaderos no les hacen hueco, aunque tengan alguna libre, pues esperan la llegada de huéspedes de mayor ringorrango); y, ante este cúmulo de desgracias (fruto de la imprevisión de José), María tiene que resignarse a dar a luz en un pesebre.

Si nos detenemos a considerar los detalles, descubriremos que el relato deja a San José en muy mal lugar (sobre todo porque la presencia de María en el empadronamiento tal vez no fuese necesaria). ¿A quién se le ocurre llevarse consigo a su mujer parturienta, siendo tan accidentado el camino? ¿Cómo es posible que José no anticipase que Belén estaría en esos días abarrotado de gentes venidas de otras regiones para empadronarse y no se asegurase el alojamiento en casa de algún deudo o familiar? Pues, por lo que parece indicarnos el Evangelio de Lucas, el posadero belenita debía de ser un tipejo de muy mala entraña, capaz de permitir que una mujer encinta alumbre en un pesebre, en lugar de hacerle hueco en su establecimiento. Un desalmado que, desde luego, no hubiese desentonado entre los filántropos de nuestra época; pero que en aquélla, tan temerosa de Dios, resulta demasiado ‘avanzado para su tiempo’.

Salvo que… El Evangelio de Lucas sostiene que el parto se produce mientras María y José «estaban allí». Podríamos entender, pues, que María da a luz cuando la pareja, tras empadronarse, ya lleva algún tiempo en Belén. Nada más verosímil, considerando que José debería tener allí parientes que se empeñarían en agasajarlo. Así, podemos pensar que María y José parten de Nazaret durante los primeros meses del embarazo; y que en Belén deciden quedarse hasta el parto, para evitar que las penalidades del regreso perjudiquen la gestación del Niño. Entonces, ¿qué pinta en este cuadro la posada abarrotada (o regentada por un posadero desalmado) a la que se refiere San Lucas? Si consultamos el original en griego, leeremos que, en efecto, no había sitio «ἐν τῷ καταλύματι», donde ‘καταλύματι’ es el ablativo de la palabra ‘καταλύμα’, que significa ‘hostería’ o ‘posada’, pero también ‘aposento’. Con este segundo sentido la utiliza el propio Lucas (22, 11)
para referirse a la habitación donde Cristo celebra la Última Cena. Y si Lucas usa ‘καταλύμα’ para referirse a una habitación, ¿por qué habría de emplear la misma palabra para designar una posada? Sobre todo, considerando que cuando Lucas (10, 34) alude a una posada (en la parábola del Buen Samaritano) no utiliza ‘καταλύμα’, sino ‘πανδοχεῖον’.

Tal vez María dio a luz en un pesebre (el pesebre de la casa donde ella y José se hallaban alojados) porque «no había lugar para ellos en la habitación» que sus parientes les habían asignado. Según esta versión que ahora estoy tratando de imaginar, en la casa podía haber habitaciones más espaciosas o mejor acondicionadas, pero María prefiere alumbrar al Niño en un pesebre, para no molestar a los familiares de su marido, que duermen a pierna suelta en las habitaciones más vastas de la casa; o bien lo hace porque no quiere que la habitación quede impura, como ocurre –según la ley mosaica– cuando la sangre de una parturienta la ensucia. Sea como fuese, María decide no molestar a nadie y sale en secreto, sin ser notada, estando ya la casa sosegada; y en el pesebre da a luz al Niño, solos los dos (Amado con amada, amada en el Amado transformada) en hermosa unión mística. Incluso podemos imaginar a María, tras el parto, reclinándose sobre el Amado, antes de que San José los eche en falta en la habitación y baje alarmado al pesebre, antes de que lleguen los pastores y los magos de Oriente. Esta versión salva la conmovedora belleza de la estampa navideña (y también la previsión de San José), a la vez que señala las pejigueras de la ley mosaica (que Cristo seguirá señalando en su vida pública). Hace más voluntaria la pobreza en la que nace el Niño, a la vez que acentúa la unión mística con su Madre. Y, en fin, torna algo menos cabrones a los belenitas, que dejan de ser desalmados para ser tan sólo dormilones.