Que arda Nuestra Señora de París no es sino un incidente. Más ominoso resulta ver como Saint-Denis —el templo de la monarquía francesa, su panteón, cuyo abad guardaba la oriflama del reino y en cuya cabecera los arquitectos del abad Suger iniciaron los albores del gótico—, esté en medio de un barrio musulmán en el que prosperan las mezquitas y desaparece la población nativa. Preocupante es ver cómo se arranca de los planes de estudio nuestra tradición milenaria y se hace tabla rasa o se condena sin paliativos todo aquello que nos forjó como una cultura. Recordemos: “tradición”, etimológicamente (traditio), es aquello que se entrega, pero la palabra tiene la misma raíz que “traición”. ¿Qué entregaremos nosotros a nuestros escasos descendientes? ¿Qué herencia cabe esperar de esta Europa estéril y descastada? Nuestros nietos no heredarán una tradición, sino una traición.

La cristiandad ha muerto. El propio papa se ha convertido en el gerente de una oenegé de inspiración marxista, poseída por un frenético activismo social que se entrega irreflexivamente al reino de este mundo, sin tener en cuenta que la grandeza de la civilización cristiana residió en atender a lo espiritual por encima de lo material. Gracias a esa visión de lo numénico fue posible el milagro de las catedrales. Evidentemente, las religiones no mueren como las personas, es un período de siglos el que llevará su desaparición. Pero después del Vaticano II y de papados como los de Pablo VI o Francisco, podemos constatar que lo que se ha producido en Europa Occidental ha sido una apostasía masiva. Nadie va a la iglesia mientras que cada poco se funda una mezquita. El catolicismo es una religión de viejas y el islam un credo de jóvenes. Basta con contemplar a un activista católico, un bobalicón ñoño de esos que van a los encuentros de la juventud con el Papa, para saber que el Occidente cristiano está condenado. La Iglesia ha asumido desde los años sesenta los valores de su enemigo y hoy, a estas alturas del siglo XXI, tenemos la impresión de que en Roma reina una secta de saduceos, de escépticos que sólo piensan en el poder de su organización, pero no en el de Dios. No hace falta tener el don de la profecía para anunciar que la única cultura cristiana que sobrevivirá dentro de unos años será la ortodoxa rusa.

Nuestra Señora de París ha ardido. En el año 2013, en el mismo lugar, Dominique Venner se sacrificó en protesta por el suicidio de Europa. Fue la última eucaristía, el último acto sagrado que tuvo lugar en ese témenos de una religión muerta.