Por: Sertorio
Hay algo peor que el incendio de una iglesia: su abandono. Un templo que no se usa acabará siendo una ruina. Que Nuestra Señora de París arda es una tragedia que tiene fácil remedio, se restaura según el modelo de Viollet-le-Duc y en poco tiempo volverá a estar en pie. Después de las guerras mundiales, los europeos sabemos cómo reconstruir los monumentos víctimas de nuestros dos grandes suicidios colectivos. La catedral de París sufrió mucho más entre 1792 y 1799, cuando fue profanada y saqueada por los jacobinos y sus sucesores, que la dejaron en tal estado que se hizo necesaria su restauración en el siglo XIX. El Museo de Cluny, en el mismo París, muy cerca de la catedral, es una buena muestra del vandalismo democrático del que tratamos hace muy poco en un artículo; allí se recogen los restos de los monumentos religiosos víctimas de la secularización. Por cierto, es curioso que los progres que donan grandes fortunas para restaurar lamaserías budistas en el Tíbet carezcan de la misma sensibilidad para el arte cristiano, el de sus antepasados.
Si subimos a la montaña de Santa Genoveva, encontraremos el monumento que es el símbolo de la Francia moderna, el llamado Panteón, contradictorio nombre que se da al templo que guarda los manes de un Estado sin Dios, la República Francesa, que reniega de la tradición cristiana y cuyo objetivo, desde finales del siglo XIX, ha sido borrar del alma de los franceses cualquier referencia a su glorioso pasado católico. Allí reposan los restos de Voltaire, de Rousseau, de Víctor Hugo y de los grandes bonzos del laicismo anticristiano. El edificio, muy hermoso, fue concebido y pagado por la monarquía como una iglesia dedicada al culto de Santa Genoveva, la patrona de la ciudad, y expropiado por los revolucionarios en 1791, en 1830, en 1848, en 1871 y, de manera definitiva, en 1885, con ocasión del entierro de Víctor Hugo, cuya memoria no se podía ofender con imaginería católica. El Panteón es el símbolo de la Francia actual, una nación profanada por su régimen, dedicado a secar su savia y a injertar en el tronco del roble francés los más extraños injertos, porque eso es la Francia de hoy, un árbol al que se le arrancan las raíces y al que, al mismo tiempo, se le añaden esquejes de otras especies. Como consecuencia lógica, el roble se secará y morirá. A este extraño bonsái los franceses lo llaman República.
Desde 1871, año de la instalación definitiva del régimen, cada vez ha habido menos Francia y más República. En 1914, tras veinte años de anticlericalismo y persecución de los católicos, la Tercera República se vio invadida por su “fundador”, el Imperio alemán. Recordemos que Bismarck favoreció la instauración del régimen republicano en Francia con la esperanza, muy pronto cumplida, de tener a su enemigo dividido y debilitado. En efecto, en el verano del 14 los republicanos estuvieron a punto de darle la razón al Canciller de Hierro: el Gobierno huyó a Burdeos y dejó al prefecto las órdenes necesarias para llevar a cabo la rendición de la capital. Si París se salvó fue porque, mientras los políticos huían, el general Joffre purgó el ejército de oficiales republicanos y lo sometió al mando de generales católicos, monárquicos o, por lo menos, no bien vistos por la oligarquía del partido radical. El resultado fue el milagro del Marne y la eclosión de los últimos grandes mariscales de Francia, como Foch, Pétain, Lyautey o Franchet d’Esperey. Los oficiales formados en las páginas de Acción Francesa y los soldados de orígenes mayoritariamente campesinos salvaron a la República al combatir por Francia. En 1940 ya no habrá milagros para una muy degradada III República, sometida al poder anglosajón e incapaz de hacer frente a la Alemania de Hitler. Desde 1918, la historia de Francia es una acumulación de derrotas externas (1940, Indochina) o internas (Argelia). Pero es que ya no se trata de Francia, sino de la República.
La República ha matado a Francia. La ha convertido en el baluarte de los valores de la Ilustración a costa de desnacionalizarla, de erradicar su pasado y de hacerle creer a un pueblo cada vez menos nativo que su historia empieza en 1789. Sin embargo, la gran Francia, la que marcó de forma decisiva el ser de Europa, es la cristiana y medieval, aquella de la que ahora se reniega en virtud de un cosmopolitismo ilustrado. Durante la Edad Media, en Francia se originan el románico y el gótico y surge el orden monástico de Cluny, que impone el catolicismo romano en toda Europa, desde el Báltico hasta el Mediterráneo; también aparecen la escuela de Chartres, San Bernardo de Claraval y el Císter, por no hablar de las cruzadas y las órdenes de caballería, de la hoy denostada y aborrecida Gesta Dei per francos; no olvidemos tampoco el Camino de Santiago, no en vano llamado Camino Francés, que nos trajo a buena parte de nuestros ancestros, las decenas de miles de anónimos labradores y artesanos francos que repoblaron la España de la Reconquista. Francia también civiliza a los normandos y conquistará e incorporará a Occidente a la bárbara Inglaterra (cuya élite hablará en francés desde 1066 hasta bien entrado el siglo XIV); en ella se originan los ciclos carolingios, las leyendas artúricas de la “inglesa” María de Francia, las novelas de Chrétien de Troyes, el Roman de la Rose y todas las joyas de un pasado medieval que forjó a Europa, como muy bien supo ver Chateaubriand en El genio del Cristianismo. Carolingios, Capetos y Plantagenets hicieron a Europa. La Francia de Nuestra Señora, la de las prodigiosas catedrales de Chartres y París, nacidas del culto mariano y profanadas en la Revolución, fue muchísimo más grande e importante que la miserable, descreída y burguesa República de la que tanto se ufanan hoy en día los descendientes (cada vez más escasos) de los franceses del medievo. Y nos ahorramos hablar del Grand Siècle, bajo Richelieu y Luis XIV, cuando toda Europa imitaba los cánones del clasicismo francés. Frente a todo este legado, ¿qué es la Francia republicana? El germen de la decadencia irremediable de Europa, que tenía por fuerza que nacer y desarrollarse en su centro vital.
Que arda Nuestra Señora de París no es sino un incidente. Más ominoso resulta ver como Saint-Denis —el templo de la monarquía francesa, su panteón, cuyo abad guardaba la oriflama del reino y en cuya cabecera los arquitectos del abad Suger iniciaron los albores del gótico—, esté en medio de un barrio musulmán en el que prosperan las mezquitas y desaparece la población nativa. Preocupante es ver cómo se arranca de los planes de estudio nuestra tradición milenaria y se hace tabla rasa o se condena sin paliativos todo aquello que nos forjó como una cultura. Recordemos: “tradición”, etimológicamente (traditio), es aquello que se entrega, pero la palabra tiene la misma raíz que “traición”. ¿Qué entregaremos nosotros a nuestros escasos descendientes? ¿Qué herencia cabe esperar de esta Europa estéril y descastada? Nuestros nietos no heredarán una tradición, sino una traición.
La cristiandad ha muerto. El propio papa se ha convertido en el gerente de una oenegé de inspiración marxista, poseída por un frenético activismo social que se entrega irreflexivamente al reino de este mundo, sin tener en cuenta que la grandeza de la civilización cristiana residió en atender a lo espiritual por encima de lo material. Gracias a esa visión de lo numénico fue posible el milagro de las catedrales. Evidentemente, las religiones no mueren como las personas, es un período de siglos el que llevará su desaparición. Pero después del Vaticano II y de papados como los de Pablo VI o Francisco, podemos constatar que lo que se ha producido en Europa Occidental ha sido una apostasía masiva. Nadie va a la iglesia mientras que cada poco se funda una mezquita. El catolicismo es una religión de viejas y el islam un credo de jóvenes. Basta con contemplar a un activista católico, un bobalicón ñoño de esos que van a los encuentros de la juventud con el Papa, para saber que el Occidente cristiano está condenado. La Iglesia ha asumido desde los años sesenta los valores de su enemigo y hoy, a estas alturas del siglo XXI, tenemos la impresión de que en Roma reina una secta de saduceos, de escépticos que sólo piensan en el poder de su organización, pero no en el de Dios. No hace falta tener el don de la profecía para anunciar que la única cultura cristiana que sobrevivirá dentro de unos años será la ortodoxa rusa.
Nuestra Señora de París ha ardido. En el año 2013, en el mismo lugar, Dominique Venner se sacrificó en protesta por el suicidio de Europa. Fue la última eucaristía, el último acto sagrado que tuvo lugar en ese témenos de una religión muerta.
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