
Por: Matías de Dompablo
Un punto infaltable en la argumentación socialista sobre temas de mercado es señalar que si hubiese más empresas e instituciones del Estado – y menos privadas – el bienestar de la población aumentaría notoriamente.
Esto porque el precio de los bienes y servicios que ofrecen estaría por debajo del de mercado, lo que mejoraría la situación de los consumidores. Es decir, en palabras sencillas, que pagarían menos por lo mismo que pueden encontrar en un privado.
Sin embargo, esta premisa oculta un trasfondo que implica la eficiencia de los factores y que impacta negativamente en el bienestar.
Una empresa privada fija el precio de venta de los bienes o servicios que ofrece en base a distintos factores, siendo uno de ellos el coste de producción, que a su vez implica diversas variables como los salarios, las materias primas, el coste de transformación, etc. Por lo tanto, y como el objetivo principal de las empresas es conseguir ganancias, colocarán el precio de venta por encima de sus costes.
Sin embargo, el precio que coloquen se ve influido por factores externos – lo que Adam Smith llamaría la mano invisible del mercado – como la competencia que se da por la existencia de más empresas que ofrecen productos similares. Esto hace que las empresas no fijen precios excesivos, salvo casos de monopolios, porque siempre habrá otra que podría ofrecer un precio menor y, por lo tanto, esta última recibiría una mayor demanda por parte de los consumidores.
No obstante, estas leyes de mercado no influyen de igual manera a las empresas públicas. Básicamente porque su rentabilidad no depende de la eficiencia con la que empleen los factores de producción o la correcta asignación de recursos, sino del presupuesto público.
Presupuesto que, a su vez, depende de la recaudación impositiva y de la capacidad de endeudamiento y no del beneficio que generen las empresas públicas porque, como estas no persiguen la eficiencia, no generan ganancias – y si lo hacen, son escasas.
Hasta este punto se podría pensar que el funcionamiento interno de las empresas públicas poco tiene que ver con los ciudadanos de a pie. Que “qué más da si no ganan dinero, si al final nosotros pagamos menos por los productos y servicios que ofrecen”.
Este pensamiento podría darse de manera natural en aquellos que no dominan temas económicos. Sin embargo, se puede resumir de manera sencilla cómo influye este funcionamiento en el bienestar.
Las empresas privadas deben competir entre ellas para conseguir una mayor cuota de mercado, es decir, para tener más clientes; y la forma de hacer esto es mejorando su oferta al mercado, creando productos que tengan un diferencial o valor añadido, priorizando la satisfacción del cliente. Mientras que, como a las empresas públicas no les interesa competir por conseguir beneficios o ser eficientes, porque independientemente de su rendimiento contarán con el respaldo del presupuesto público, ni por atraer nuevos clientes, porque siempre tendrán personas que necesiten de sus servicios, la satisfacción del cliente es secundaria. Para estas basta con brindar lo mínimo para ser relevantes en el mercado, más allá de eso no les pidas.
Evidentemente, esto repercute negativamente en los consumidores. Lo vemos en la sanidad pública, en la educación pública y en servicios públicos. Y más aún en los mercados en donde se dan monopolios estatales, como el del agua en Perú.
No obstante, y haciendo honor a la verdad, sí pueden existir – y de hecho existen algunas, como las de transporte en ciertas ciudades europeas – que ofrecen un servicio de calidad a un bajo coste y esto aumenta el bienestar de la población. Y, sobre todo, la existencia de bienes y servicios públicos contribuye, hasta cierto punto, a la reducción de la desigualdad dentro de una sociedad.
No abogo por una completa privatización del mercado, porque sería constituir una exclusión económica para la parte de la población que no puede acceder a servicios privados de educación o salud. Sin embargo, lo que sí afirmo rotundamente, es que el bienestar de la población no aumentaría, sino que disminuiría, si únicamente hubiese oferta pública.
Creer lo contrario es caer en la dialéctica comunista que culpa a los privados de todos los males que padece una sociedad y tilda a los empresarios de demonios y enemigos del pueblo. Y especialmente en un país como el nuestro, en donde la calidad de los servicios públicos es paupérrima.
Definitivamente hay aspectos por mejorar, como combatir las prácticas monopolísticas o de anti competencia. Pero, especialmente, se debe perseguir la mejora en la eficiencia de las empresas e instituciones públicas, y garantizar un entorno favorable para la inversión empresarial y para el desarrollo de la actividad económica y competencia de mercado, que parte de asignar al Estado un rol de garante de estas condiciones y no darle rienda suelta para que amedrente a la actividad privada.