Vida y familia

LA HERENCIA DEL BUEN PADRE

Por: Mario Linares

No quiero hablar desde el principio del buen padre. Quiero comenzar por el lado negativo. Es necesario reflexionar también en torno a ello y que mejor ocasión que este día en que muchos lucharán contra sentimientos amargos, frustraciones o que no experimentarán nada, no tendrán a quien agasajar ni felicitar, a quien agradecer, a quien amar, a quien recordar, a quien seguir y no debido a causas naturales sino por  irresponsabilidad de su progenitor, por cobardía y también porque justamente, el autor de sus vidas, padeció la falta de un padre.

Las cárceles están llenas de hombres con padres ausentes, violentos, alcohólicos, drogadictos, mujeriegos, ladrones e irresponsables. La herida que deja su ausencia o mala presencia es lacerante y dura toda la vida.

¿Como puede alguien que sufre la ausencia o la violencia de un padre maltratador e indolente, asimilar fácilmente que Dios es padre, que es bondad infinita? Si un niño o una niña no se sienten amados y son maltratados por su padre, tendrán tendencia a la violencia, la padecerán sumisos o la practicarán después; creerán que es lo normal, no se valorarán, su autoestima será pobre y luego seguirán probablemente el espiral de violencia, frustración y desamor con sus hijos. Algo parecido sucederá con aquel que padeció un padre ausente; un desalmado que los abandonó y que no se preocupó de sus necesidades materiales y afectivas o al que se le tuvo que arrancar una mísera pensión luego de un juicio escabroso dejando de herencia traumas y quizás ausencia de carácter, herramienta indispensable para abrirse paso en la vida y que – citando un articulo de ayer de “El Mundo”-, consiste en “las cualidades que nos engrandecen como personas: la resistencia, la habilidad para trabajar con otros, enseñar humildad mientras se disfruta del éxito y capacidad de recuperación en el fracaso”.

Al padre no se le juzga dicen muchos. Yo creo que si bien no se debe juzgar a las personas, es preciso juzgar los actos para luego, conscientemente, perdonar y también enmendar, de corresponder ello. ¿Cómo pudo ese ser violento querer a un hijo con amor si nunca supo que es eso, si nunca recibió un beso, un abrazo? ¿Cómo pudo tratar con delicadeza a su hija y decirle lo preciosa que era, si nunca recibió cariño? ¿Cómo pudo felicitar o incentivar por sus logros a sus hijos si nunca lo hicieron con él?

Las líneas anteriores no tratan de atribuir males a un supuesto patriarcado negativo per se, ideología en la que caen ahora muchos jóvenes en su afán natural de perseguir justicia y dadas sus posibles interacciones paternas, violentas o deficitarias. Se trata de enmendar rumbos  desde una paternidad verdadera, una virilidad que guía, protege y forma.

Tuve un amigo que sufrió el abandono de su padre pero cuyo hogar sin embargo es modelo a seguir. Cuando me contó su experiencia me dijo que él no podía de ningún modo repetir la historia. Que tenía la obligación de tener un hogar en donde brindara a sus hijos todo el afecto que no tuvo. Que parte de ello era no arriesgar por nada ni por nadie su matrimonio. Si esa fuera la actitud de todos ante la ausencia del padre, si se tuviera conciencia del daño y del bien que pueden hacer, tendríamos una sociedad mucho mejor, no cabe duda. Esto debe enseñarse. Que no solamente es posible sino que constituye un deber romper con el esquema causa efecto, con círculos viciosos, con herencias perniciosas.

No fue mi caso, todo lo contrario, no puedo sino de lejos meterme en los supuestos negativos tan repetidos en la realidad y que deben superar en demasía el alcance de simples palabras: dolor, trauma, angustia, desgarro del alma. Tuve modelo de amor y respeto, de carácter y condescendencia, de sensibilidad, amabilidad, furia ante lo injusto, sacrificio, mucho sacrificio, protección, generosidad, cumplimiento del deber para con la familia. Todo eso lo presencié y recibí.

Mi padre murió cuando yo tenía 20 años, en 1986, luego de 15 días en UCI. Fuimos de madrugada con bandera blanca en toque de queda ante un llamado del Hospital del Empleado que anunciaba su partida. El cuerpo todavía caliente de mi viejo, mis piernas temblando, un Padre Nuestro y un dar gracias a Dios por su voluntad. No era consciente que en esos 20 años me había regalado tantas cosas, tantos sentimientos, tantos ejemplos, tantas máximas de vida. Pude y puedo identificar a Dios Padre amoroso con él. Aún en su muy reciente traslado de sus restos después de 30 años de fallecido, al ver sus huesos y cráneo, tuve una inesperada sensación de cercanía, tranquilidad y paz. Estaba ante los restos de mi padre, otra vez cerca de él; un privilegio, un regalo.

Hoy también es su día. A él le tocó en esta vida, tenerme, educarme, hacerme, construirme, en lo importante y en lo trivial. Gracias papá por entregarme “El Comercio” y “La Prensa” desde los 13 años con un simple lee. Gracias por tus madrugadas escribiendo, por darme tus apuntes para escribirlos a máquina, por el increíble viaje a Churín solos los dos, por enseñarme a montar a caballo, por amar nuestras raíces en Arequipa. Gracias por conseguir el sustento familiar ya en tu vejez, por enseñarme poesías y máximas en latín. Gracias por enseñarme que luego de agotados todos los esfuerzos, Dios provee. Gracias por la parte de tu vida que estuvo en función a tu familia. Gracias por que fuiste un hombre de bien y me dejaste en herencia tu hombría, carácter, tu fe y tu honra.

Saludo en su nombre a todos los  padres responsables, a esos que también dejarán profunda huella positiva en sus hijos.

¡Feliz día Papá!

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