
Por: José Antonio Anderson
Un diálogo interesantísimo entre Dios y Satán se produce en el Libro de Job, el Libro del sufrimiento: “Yahvé dijo a Satán: «¿De dónde vienes?» Satán respondió: «De recorrer la tierra y pasearme por ella.» Yahvé dijo a Satán: «¿Te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie como él en la tierra; es un hombre bueno y honrado que teme a Dios y se aparta del mal. Aún sigue firme en su perfección y en vano me has incitado contra él para arruinarlo.» Respondió Satán: «Piel por piel. Todo lo que el hombre posee lo da por su vida. Pero extiende tu mano y toca sus huesos y su carne; verás si no te maldice en tu propia cara.» Yahvé dijo: «Ahí lo tienes en tus manos, pero respeta su vida.» Salió Satán de la presencia de Yahvé e hirió a Job con una llaga incurable desde la punta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Job tomó entonces un pedazo de teja para rascarse y fue a sentarse en medio de las cenizas. Entonces su esposa le dijo: «¿Todavía perseveras en tu fe? ¡Maldice a Dios y muérete!» Pero él le dijo: «Hablas como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿por qué no aceptaremos también lo malo?» En todo esto no pecó Job con sus palabras (Job 2, 1-10).”
No sólo se ha tocado los bienes del justo Job, sino que ahora su salud se encuentra comprometida. Aun así, Job se mantiene firme en no reprochar nada a Dios, porque, aunque toque su carne, Dios nunca hará daño al alma. Pero muchas personas no pueden ver la dimensión sobrenatural de la enfermedad ni el sentido del sufrimiento humano. Simplemente los ojos de muchos ven únicamente la carga negativa del dolor, un dolor frustrante, paralizante, atemorizante, angustiante. Frente a ello, los consuelos de las personas muchas veces resuenan vacíos o carentes de contenido. Frases cliché como “todo va a salir bien” o “no te preocupes” o “mucha fuerza” por lo general no logran tranquilizar ni calmar la ansiedad, ni mucho menos suprimen el dolor. El alma sensible se da cuenta de la carencia de contenido de esos consuelos. El alma doliente en ese estado ni se siente comprendida ni mucho menos se siente acompañada. Al dolor físico se le suma el dolor psicológico y finalmente, el dolor espiritual.
¿Dónde encontrar respuesta que calme la sed de verdad que tenemos? ¿Dónde encontrar la fuente de amor y plenitud que compense y alivie el dolor y quite la angustia? ¿Dónde encontrar respuesta a la pregunta «por qué»? En medio de tantas interrogantes y contradicciones, el sentimiento o sensación de ser objeto de la ira de Dios, aparentemente tampoco guarda coherencia con la definición de Dios mismo, ya que Dios es Amor.
Uno no puede menos que identificarse con el salmista “Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve. Devuélveme el son del gozo y la alegría, exulten los huesos que machacaste tú (Sal 51, 9-10).”, mientras los tormentos de la enfermedad no cesan.
En realidad, el sufrimiento debe ser considerado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su limitada inteligencia, pero que puede al menos encontrar cierto sentido y asumirlo de manera auténticamente positiva.
Ante todo, debemos aceptar que no necesariamente la enfermedad es un castigo de Dios. Por el contrario, el hecho de que Dios permita que sucedan las enfermedades no es para destruirnos, sino que tiene una dimensión pedagógica. El sufrimiento físico por enfermedad es sólo temporal. El hombre debe temer más al sufrimiento definitivo que es la pérdida de la vida eterna. ¡Pero ánimo! El Señor nos muestra con su propia naturaleza la dimensión salvífica del sufrimiento ya que Él mismo se hizo hombre para mostrarnos su infinito amor y misericordia. Pero el camino liberador pasa muchas veces por la enfermedad, por el sufrimiento. Miremos pues en la pasión del Señor las luces necesarias para calmar nuestra alma. El Libro de Isaías es oportunamente descriptivo:
“Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. (Isaías 53, 1-5).”
En esa pasión del Señor Jesús, la Misericordia de Dios Padre se muestra en su plenitud, pues como dice el Pregón Pascual “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!” y en otra parte el mismo Pregón Pascual dice: “Porque Él ha pagado por nosotros al Eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su Sangre, canceló el recibo del antiguo pecado.”
Pensemos, además, que el Señor viene a nosotros antes que como un Juez justo, como el Rey de Misericordia. Aunque parezca un juego de palabras, en la Misericordia de Dios encontramos sentido a la enfermedad y al sufrimiento. Si no, consideremos lo que en cierta ocasión el Señor le manifestó a Santa Faustina Kowalska: “Mi corazón está colmado de gran Misericordia para las almas y especialmente para los pobres pecadores. Oh, si pudieran comprender que Yo soy para ellas el mejor Padre, que para ellas de Mi Corazón ha brotado Sangre y Agua como de una fuente desbordante de Misericordia. (Diario de Santa Faustina Kowalska 367).”
El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. No hay pasión sin esperanza, tampoco hay pasión sin redención. Si los hombres tienen participación de la pasión, también tendrán participación en la Misericordia y finalmente en el triunfo.
Dios está más cerca de las almas en el sufrimiento que en cualquier otra circunstancia. Los enfermos y quienes sufren por enfermedad tienen el privilegio de acogerse a la Misericordia divina participando de los sufrimientos del propio Señor Jesús, pues como dice San Pablo “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo (2 Cor. 4, 10)”.
No queda pues más que rendirse y apelar a la infinita Misericordia del Señor, porque en su Misericordia, la enfermedad y el sufrimiento son vencidos por el Amor. No importa perder la vida terrena con tal de ganar la vida futura, la vida eterna. Tengamos presente que cuanto más grande es nuestra cruz, más gracia hallamos delante del Señor, porque el abismo de su Misericordia se mantiene aún más abierto, y por nuestra adhesión a su Misericordia se disipa todo dolor, todo sufrimiento, todo mal a tal punto que participamos de ese cielo nuevo y de esa tierra nueva como está escrito en el Libro del Apocalipsis “Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios – con – ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado.» (Ap. 21, 3-4)”.