Cultura

A PROPÓSITO DE LAS OBRAS EN LA PLAZUELA DE SAN FRANCISCO

Por: Manuel Castañeda Jiménez.

La crisis de autoridad por la que atravesamos ha llegado a un extremo demasiado peligroso. En los últimos tiempos, el actual presidente Castillo con sus dudas, vaivenes, ignorancias confesadas por él mismo, errores clamorosos en la designación de sus colaboradores y demás –incluyendo la malcriada actitud de no sacarse el sombrero cuando está en un ámbito cerrado– carga con buena parte de la culpa en la pérdida de credibilidad de la población en las autoridades civiles. Pero no es el único: su cuasi vecino, el Arzobispo de Lima –quien ya no ocupa el hermoso Palacio Arzobispal sino ocasionalmente, reduciendo a un petrificado museo edificaciones que debieran bullir de vida–, con algunas desafortunadas intervenciones (por decir lo menos) carga también con una parte de la culpa en la pérdida de credibilidad en la autoridad religiosa.

Por supuesto que no se trata acá de arrojar la primera piedra o de dejar de ver la viga en el propio ojo. Menos aun de cargar la mano contra las actuales autoridades, ya que solo constituyen el actual episodio de la debacle del principio de autoridad. Pero la situación es tal que, o enmendamos –entre todos– los rumbos del país, o no nos quejemos después de la pérdida del Perú. Pérdida que no será de fronteras o de símbolos nacionales, sino del carácter mismo del Perú, de la valoración de su identidad cultural que es lo que lo diferencia de los demás países. El Perú se encuentra, en estos momentos, en vía de extinción, igual que cualquier especie amenazada.

Y es que, cuando se pierde credibilidad en las autoridades un país va camino a su disolución. Luego de eso, no importará que Bolivia se lleve una parte tal como torpemente ha planteado el presidente Castillo, o que Ecuador volviera a reclamar Tumbes, Jaén y Maynas, que Colombia se lleve otro Trapecio de Leticia o que Brasil, como antaño los bandeirantes, vaya penetrando culturalmente en las regiones abandonadas de nuestra Amazonía (con tilde en la “i” y no sin ella como pretenden algunos ignorantes que se dejan llevar por formas extranjeras de pronunciación). Ello sería solamente el corolario de una desaparición previa, resultado de la miopía de un conjunto de líderes políticos, sociales, económicos, militares y religiosos. El Perú, en lo que tiene de esencia, –lo dijimos en 1990 y lo repetimos ahora que nos encontramos en una situación por ciertos lados más peligrosa aún que aquella vez–, se halla camino de desaparecer, de un plumazo, del concierto de las naciones.

Los recientes acontecimientos sucedidos en torno al conjunto monumental de la Iglesia de San Francisco, en Lima, constituye una muestra patente de lo que afirmamos. Una acción –a mi modo de ver excesiva y que tiene más sabor a un acto de fuerza que al empleo legítimo de la autoridad– ha conllevado a que circulen por redes, calles, plazas y celulares, una serie de especies, mentiras e inquietudes. Se ha llegado a decir, hasta por personas de notorio prestigio, que el proyecto que intenta realizar la Municipalidad de Lima, consiste en colocar mesitas, cafetines y sombrillas en la plaza, y hasta cambiar el piso de piedra por piso cerámico. Preocupados por ello, procedimos a indagar al respecto y, como se aprecia en la fotografía obtenible por internet, no hay nada en el proyecto que se parezca siquiera a los rumores que circulan. Es más, pudimos verificar un interesante artículo que publicara el señor José Gálvez Kruger, miembro de la Academia Nacional de Historia quien, comentando sobre el proyecto señala que éste se viene realizando “en el marco de las disposiciones normativas sobre materia patrimonial, incluidas las propias del Consejo Pontificio para los bienes culturales de la Iglesia.” E incluso especifica que: “con el retiro de la reja colocada en 1987, se devolverá a la ciudad de Lima un espacio público (…) facilitando toda expresión cultural inmaterial asociada a la plazuela: procesiones y autos sacramentales, además de otras actividades propias de nuestro siglo.”(Cfr. Diario El Comercio, Lima, 4 de noviembre de 2020).

Y, entonces, si todo estaba dicho, si la muestra de lo que sería el resultado final se encontraba a la vista ¿por qué tanta falsedad y reacción adversa? Nadie, que se sepa, recolectó firmas, protestó, planteó alternativas o emitió comunicados conjuntos. Y Lima posee una clase cultural de polendas.

Quizás tenga que ver el que el derribo del muro haya sido de noche y con presencia de un fuerte contingente policial. Pero, aunque tampoco nos gustó, queremos dar el beneficio de la duda y pensar que quizás la autoridad municipal midió que podría haber una reacción fuerte de gente malinformada y prefirió trabajar de noche. Puede ser. Pero, en todo caso, creemos que la reacción habida, se debe más a que nadie cree en la autoridad, que a eso otro que más vendría a ser pretexto, consciente o inconsciente. Lo grave no está, pues, en si quedará mejor el conjunto con los trabajos que se vienen realizando, sino en que muchos creen que la autoridad municipal no está diciendo la verdad; de otro modo no se explica que gente de alto nivel cultural propague las falsedades que circulan que, por las altas calidades de quienes las han mencionado, estamos seguros que creen en ellas.

Desconozco las razones que esgrimen los frailes franciscanos. Es de esperar que actúen con la mansedumbre con que actuaría San Francisco. Porque no es el primer trabajo que se realiza en los quinientos años de la Iglesia. Ni tampoco ha sido la única vez en que el empleo de maquinaria pudiera, según dicen, afectar las catacumbas que se encuentran a cierta distancia de los trabajos; y que se sepa no hubo quejas anteriormente.

Ojalá la autoridad municipal colabore siendo más clara, en todo caso, sobre lo que busca, ya que el tema ha saltado a la palestra. Y ojalá, sobre todo, que se recupere la credibilidad en las autoridades, pues de otro modo no vamos a ninguna parte.

Finalmente, y ya que al parecer el gobierno municipal gusta de actuar en la noche, ojalá que proceda igualmente “entre gallos y medianoche” a reponer en su lugar la estatua de Francisco Pizarro, fundador de la ciudad y por ende merecedor del mayor respeto ciudadano en esa dimensión –por errores que haya cometido en otros procederes–, injustamente relegada por la anterior gestión a un espacio secundario, cuando no terciario o cuaternario.

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